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Los relatos incluidos en “El secreto del Padre Brown” de Chesterton ponen de manifiesto la hondura y, a la vez, la sencillez de la antropología cristiana del simpático padre Brown cuando desentraña los móviles de los crímenes que caen en sus manos. ¿Cuál es el secreto del padre Brown para dar con el crimen y con el criminal? No es, desde luego, sus conocimientos de criminología, de la que más bien desconfía, por la pretensiosa asepsia con la que los criminólogos estudian al delincuente “como si fuese un insecto gigantesco, bajo lo que ellos dirían que es una luz fría e imparcial; algo que yo llamaría –dice el padre Brown- una luz muerta y deshumanizada. Pretenden apartarse mucho de él como si fuese un lejano monstruo prehistórico”.
El secreto del padre Brown es otro. Dice: “no trato de apartarme del hombre, sino de ponerme en el pellejo del asesino…En realidad aún más, ¿no lo comprende? Estoy en su pellejo. Siempre en su pellejo, moviendo sus brazos y sus piernas, aunque siempre espero hasta estar seguro de que me he metido en el pellejo del asesino, de que pienso como él y que me debato con sus mismas pasiones”. La perspectiva del padre Brown no es la del hombre inmaculado que se considera incapaz de cometer crímenes horrendos. Se sabe de la misma pasta que el peor de los criminales y, por eso, es capaz de descubrir, en medio de las luces artificiales que encubren al delincuente, la oscuridad de su alma que tantas veces cobija envidia, codicia, odio, crueldad.
“Nadie puede ser bueno de verdad hasta que descubre lo malo que es, o podría llegar a ser, –afirma el padre Brown- hasta que repara en que no tiene derecho a hablar con tanto esnobismo y desdén sobre los criminales, como si fueran simios en un bosque a quince mil kilómetros de distancia, hasta que se libra de todos esos engaños sobre los tipos inferiores y los cráneos defectuosos, hasta que elimina de su alma la última gota del aceite de los fariseos, hasta que su única esperanza es de un modo u otro haber capturado a un criminal y dejarlo, sano y salvo, bajo su protección”.
Podemos mostrar indignación y rabia ante los crímenes de los que somos testigos. Es justa la denuncia de la corrupción. Sin embargo, hay un punto en el que la denuncia se puede tornar destemplada, justo cuando nos ponemos en el pódium de los “puros”, como si estuviéramos libres de toda maldad o intención torcida. Me parece más humana, por eso, la actitud del padre Brown: yo puedo ser ese criminal, de ahí que la arrogancia se torne en humildad.
El padre Brown no es un profeta, ni un Quijote, es un caminante “que sigue recorriendo la vida con su viejo paraguas, simpatizando con casi toda la gente con la que se encuentra y aceptando al mundo como compañero de viaje, pero nunca como juez”.
Lima, 4 de junio de 2018.