Desde chico he dedicado un buen tiempo a la lectura de los libros. En casa, mi papá se ocupó de tener una biblioteca nutrida. Los libros los tenía a la mano. Tuve la suerte de contar con magníficos maestros, grandes lectores, que me llevaron por los caminos de las humanidades: novelas, poesía, teatro, historia, filosofía, economía, teología, mística… Hay mucho escrito y no todo lo que brilla o se vende es oro fino. Con los años, encontrándome dentro del espectro de “personas vulnerables al virus”, soy más cuidadoso en la selección de mis lecturas. Hay tiempo para el estudio y la investigación, lecturas duras, de ordinario; también, hay tiempo para el solaz y el puro disfrute, el gozo intelectual, la danza del alma ante una lectura que abre las puertas de la belleza, del bien y de la verdad como las pensaba Platón.
Empezar con un libro y detenerse ante un verso o unas líneas en prosa. Sentir el placer del texto maravillosamente bien escrito o entrever la verdad que se asoma en esas palabras es una dicha semejante a saborear las cosas de Dios a las que se refiere las Sagradas Escrituras. Las buenas lecturas, asimismo, no corren como agua sobre piedra, dejan huella, se quedan en la memoria. “Saber de memoria –escribe George Steiner- supone tomar posesión de algo, ser poseído por el contenido del saber del que se trata. Esto significa que se autoriza al mito, a la oración, al poema a que vengan a injertarse y a florecer en nuestro propio interior, enriqueciendo y modificando nuestro paisaje interior” (El silencio de los libros). Un enriquecimiento de la intimidad que amplía la comprensión de la realidad en sus múltiples matices.
Tener el hábito de la lectura toma su tiempo y vale la pena el esfuerzo inicial. Mejor si se empieza de niño, pero nunca es tarde para conseguir esta buena costumbre. El largo confinamiento en casa de estas semanas saca a relucir la importancia de tener este hábito. Una buena lectura es tiempo bien aprovechado. Se nos abren ventanas de conocimiento que nos sensibilizan con las diversas fibras de lo humano: los dramas, alegrías, aventuras de personajes reales o de ficción. Ganado por el entusiasmo, aunque sin faltar a la verdad, pienso –por ejemplo- que la lectura de las aventuras del Padre Brown de G. K. Chesterton ayudan a tener una visión llena de sentido común de la realidad. Se aprende con sencillez a llamar pan al pan y vino al vino.
Tenemos, afortunadamente, muchos buenos libros para leer. Los hay imperecederos y los hay de estación, que no por tener sus días contados, dejan de ser interesantes. Los libros clásicos, de ordinario, nos llevan a comprender las constantes perennes de la aventura humana. Han sobrevivido a los siglos, están allí y nosotros –hoy, ahora- estamos en ellos. Su lectura nos desvela espacios de lo que somos. Son de ayer y su luz sigue iluminando el presente y el futuro. Además, hay libros para todos los gustos. De ahí que a la pregunta “¿qué puedo leer?”, suelo contestar con otra pregunta “¿por dónde van tus intereses?”. Nada mejor que encontrar la buena compañía de un libro que se avenga a los propios gustos. Es un buen inicio.
¿Y no pasará que de tanto leer se pierde contacto con la realidad? Es posible, pero si por tanto leer quedamos desubicados como don Quijote, es una bonita locura y más en tiempo de coronavirus.
Francisco Bobadilla Rodríguez
Lima, 18 de abril de 2020.