C. S. Lewis (1898-1963) fue un reconocido filólogo, novelista, apologeta cristiano, ensayista, polemista. Entre sus libros me llamó la atención “Si Dios no escuchase: Cartas a Malcom” (Rialp, 2017). Esperaba un libro que me ayudase a hacer la oración, no fue eso lo que encontré. Es más bien un agudo libro para pensar la oración. En 22 cartas dialoga con su imaginario interlocutor respondiendo a las objeciones y dudas que le plantea sobre la consistencia de la oración. Aparece en el texto el ingenio polemista de Lewis alumbrando intelectualmente la práctica de la oración.
Gran parte del libro gira alrededor de esta preocupación: “Podemos soportar que se rechacen nuestras peticiones, pero no podemos soportar que nos ignoren. En otras palabras, nuestra fe puede sobrevivir a muchas negativas si son realmente negativas y no desatenciones”. La fe es una gracia, un don que hemos de agradecer. Creemos en Alguien a quien acudimos para contarle lo que llevamos en el alma. Nos ponemos delante de Dios para contemplarlo, alabarle, agradecerle, desagraviarle, pedirle; para ponernos en su presencia con las alegrías, angustias, sequedades. Es la fe la que nos abre los ojos del alma y nos pone en la presencia del Señor. Le dirigimos nuestras plegarias y aprendemos a movernos en el espacio de la vida interior: allí está Él y su silencio. Nos ponemos en sus manos en actitud de escucha, pues nos sabemos amados desde la eternidad.
Dios nos escucha y acudimos a Él como un hijo acude a su padre. Le mostramos lo que llevamos dentro, conversamos con Él. Hay, desde luego, reverencia, respeto y; asimismo, cercanía, proximidad. Para este camino de intimidad con Dios, tenemos la calidez humana y sobrenatural de tantos maestros como Santa Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz, Santa Teresita del Niño Jesús… Maestros y santos no nos faltan en el Iglesia, caminos de espiritualidad, tampoco.
Dice Lewis que “cualquier retazo de luz solar en el bosque nos mostrará algo del sol que nunca conseguiríamos leyendo libros de astronomía. Estos placeres puros y espontáneos son «retazos de la luz divina» en el bosque de nuestra experiencia”. Y así como hay de esfuerzo en la oración, también puede llegar el consuelo de pequeños retazos de luz divina que el Señor envía al orante.
Rezar y aprender a rezar. La respuesta del Señor no tarda: Padre Nuestro que estás en el Cielo… Tenemos escuela de oración y, aunque este libro de Lewis no entre en la escuela, nos ayuda a llegar a la puerta.
Sigo la figura e historia de Juana de Arco (1412-1431) y también la teoría y práctica del coaching. Nunca se me hubiese ocurrido que pudieran juntarse lo uno y lo otro; pero se le ha ocurrido a Alexandre Havard en uno de sus libros: “Coaching con Juana de Arco” (EUNSA, 2021). El autor es creador del “Liderazgo virtuoso” y se dedica al desarrollo y capacitación en esta materia. La propuesta de Havard es sugerente y sabe sacarle filo a la vida y hazañas de la Doncella de Orleans para ofrecer unos sencillos consejos a quien desee mejorar su crecimiento personal, desde una visión humanista y cristiana de la vida. El libro está compuesto de quince consejos. En cada capítulo el autor hace que la misma Juana de Arco explique el sentido de cada uno de ellos. Presento alguno de estos consejos como pequeños aperitivos para emprender la lectura meditada del libro.
Descubre tu misión. “Tienes sed de cosas grandes, haces planes audaces, pero en tus planes no está Dios. Son tus planes, más que los de Él. Tú piedad no impregna tu existencia”. Tener planes y proyectos, no es lo mismo que haber descubierto la misión personal. Para este punto acudo al cuento de Caperucita Roja. Es la mamá quien le encarga a Caperucita que lleve los panes y la miel a la abuelita. No es Caperucita la que se presenta como voluntaria, pero en el momento en que ella acepta el encargo, éste se convierte en su misión compuesta por dos preguntas: ¿qué? Llevar los panes y la miel; ¿a quién? a la abuelita. El autor hace hablar a Juana de Arco: “mi misión me fue dada directamente por Dios -por ángeles, por voces, por visiones- (…) En tu caso las cosas son diferente: lo que Dios espera de ti quiere comunicártelo a través de los caminos habituales de la vida interior (…) Supone que usas tu corazón, tu inteligencia, tu voluntad, tu imaginación y tu memoria, y que te liberas de una vez por todas de ese insaciable deseo de certeza y seguridad que tienes”. Encontrar el qué y el a quién de nuestra viva, combinar proyectos y misión, conseguir que caminen juntos es una de las claves esenciales de la vida lograda.
Trabaja a largo plazo. “Tienes hambre de resultados inmediatos. Quieres que se te recompense en el acto por tus esfuerzos. No sabes esperar. Te resulta difícil trabajar a largo plazo”. El hambre de resultados lo incentiva la cultura contemporánea. Se nos pide logros, nos miden con indicadores. La vida no camina, corre. Las esperas desesperan y las computadoras son cada vez más veloces. En un ambiente así, se entiende que se corra tras lo inmediato y se pierda de vista el horizonte vital del largo plazo, en donde éxitos y fracasos encajan mejor. Un poco de calma conviene poner, de ahí que “no te preocupes si los resultados tardan en llegar. Pon tu mirada en tu misión. Ella se está abriendo camino en los corazones de los hombres. Se necesitan varias décadas para cumplir una misión. Lo importante es no dejar de luchar”.
No seas perfeccionista. “En tu lucha personal por seguir los consejos que te doy, a menudo caes. Te desmoralizas, te desanimas, te cuesta levantarte. Te gustaría que todo en tu camino fuera perfecto, te gustaría lucir una hoja de servicios inmaculada. No aceptas el fracaso; cuando se produce, te sientes humillado y abandonas la lucha…” Desde luego, nos encantaría acabar cada día con un cien sobre cien. Tantos buenos propósitos no alcanzan su objetivo. Ni somos perfectos ni estamos en un mundo perfecto. Está en nuestras manos, sin embargo, esforzarnos por alcanzar un poquito más de humanidad. “Sé humilde -aconseja Juana de Arco- de modo que siempre puedas levantarte. Es normal que caigas. Levántate cada mañana con un sano entusiasmo, que no procede de la ingenuidad sino de un espíritu luchador lleno de Fe, Esperanza y Caridad”.
Juana de Arco nos recuerda que no hay causas perdidas; difíciles, sí. Una jovencita como ella le devolvió a Francia su soberanía. Una hazaña a primera vista imposible. Pero, como en tantas causas personales o colectivas, cuando hay claridad de misión, rectitud de intención y sentido trascendente de la vida, la historia puede dar vuelcos increíbles al son de la libertad creadora y una buena dosis de largo plazo.
De ordinario no faltan situaciones difíciles que nos pueden desequilibrar anímicamente o, simplemente, se tiene un temperamento sensible, propenso a captar intensamente los movimientos del entorno. En mis años de mocedades (hace ya un buen tiempo) miraba lejanamente este panorama. Hace ya un buen tiempo los sentimientos de ansiedad, angustia, temor y demás me son familiares. Lo veo, asimismo, en no pocas personas a mi alrededor. Las terapias, medicaciones tienen su lugar y su tiempo. Sin embargo, también sabemos por experiencia que muchos de estos episodios de la vida se calman con una buena compañía, un generoso “escuchatán” (como solía decir el célebre Ing. Estartús) y buenos espacios para el reposo.
El libro “Más poesía y menos prozac” de Manuel Casado Velarde (Rialp, 2022) se ubica en esos medios caseros, al alcance de la mesita de noche, en donde una buena poesía devuelve el alma al cuerpo en las tardes grises de inquietud. Unas veces son versos para sacarnos del hoyo, como el de Pemán: “Bendito seas, Señor,/ por Tu infinita bondad;/ porque pones por amor/ sobre espinas de dolor/ rosas de conformidad”. En otras ocasiones, conviene no darle vueltas infinitas a los asuntos en busca de una explicación matemática, basta con mostrarnos humildes ante el misterio como en aquellos versos de García-Máiquez: “pero el amor es un misterio. Incluso/ para nosotros dos que nos amamos/ tantos años y aún no lo entendemos”. Éstas y tantísimas otras poesías, escritas desde el hondón del alma, nos reconcilian con nosotros mismos como lo hace Javier Almuzara: “Gracias, Señor, por mis debilidades,/ por el aire que piden los pulmones,/ por el agua y la sed,/ por mi perro guardián,/ este dolor que ladra en las heridas”. A las personas agradecidas les basta una gotita de rocío para hidratar su espíritu.
Manuel Casado escribe de la bondad de toda escritura poética que nos conecta con la realidad, la intimidad personal y el entorno exterior. A través de los artistas llegamos a desvelar aquello que nos pasa, encontramos la palabra que nos revela un mejor conocimiento personal. Es sana distracción y amplitud de mirada para contemplar la magia de la realidad en su solidez y sencillez cotidiana. La buena literatura no es un boleto para escapar de la realidad -algunas veces lacerante-, es más bien un medio para esclarecerla. “Sin un anclaje fuerte en algo externo -dice Casado-, sin confianza en que pueda haber algo sólido en que apoyarse, la existencia humana se torna insegura, al arbitrio de incontables incertidumbres y perplejidades (…). Más aún: para Kafka «la verdad es lo que todo hombre necesita para vivir. La vida sin verdad no es posible… Verdad y vida. No solo de pan se vive”. Y ciertamente, cuánta palabra escrita tenemos a la mano para encontrar sentido al sinsentido aparente de las turbulencias de la vida.
Escapa a nuestras manos parar la velocidad de la historia, pero sí podemos detenernos un buen rato para respirar hondo y hacer que el cuerpo y alma se reconcilien. ¿Escribir lo que llevamos dentro? También. Ayuda a comprenderse. Así, entre lo propio y ajeno, le ponemos un poco de calma a los días de vértigo. Un buen libro en la mano, un poema saboreado verso a verso, pueden conseguir que cuerpo y alma bailen en tiempo de vals. No es un baile armonioso de una vez para siempre, es “una armonía frágil, imperfecta, precisada de constantes remiendos y recomienzos”. Es la fragilidad de la condición humana, en cuya andadura se enlazan cielo y tierra.
Después de mucha búsqueda y paciencia conseguí el libro de Carlos Pujol, “Siete escritores conversos” (Palabra, 1995). Carlos Pujol no tiene pierde: novelista, poeta, traductor, ensayista. Pluma ágil y fresca, amante de las auroras de la vida, sin desconocer sus crepúsculos. Desfilan por sus páginas algunas instantáneas biográficas de grandes escritores conversos al catolicismo. Cada uno en su tinta, en sus luces y sombras. A varios de ellos les he dedicado algunos artículos: Joseph Joubert y su “Pensamientos” -aforismos sabios y con mucha libertad de espíritu-, Léon Bloy y su “Cartas a mi novia” -escritos sin el ceño fruncido-, Max Jacob y su “Consejos a un joven poeta” -también está sus consejos a un estudiante-, Evelyn Waugh y su “Retorno a Brideshead” -de mis novelas predilectas-, G. K. Chesterton -muchas entradas en mi blog celebrando su alegría e ingenio-. Me quedan dos: Edith Sitwell y Gerard M. Hopkins, ambos poetas.
Edith Sitwell (1887-1964) es todo un personaje. A la vanguardia de su tiempo. Excéntrica, disruptiva, contra corriente. Sus hermanos Osbert y Sacheverell no se quedaban atrás. Dice Pujol que “enemigos no les faltaban, sobre todo a Edith, que era con mucho la más popular, y su independencia, su afán de estar en todas las salsas artísticas y su aspecto más bien estrambótico, era fácil para la caricatura. Sus amigos la sabían delicada de salud (la columna vertebral, el corazón), sensible, frágil, tímida, insegura, pero también capaz de defenderse con buenos arañazos”.
Edith, después de dar vueltas por el mundo, llega a la Iglesia de Roma bastante tarde, en 1955. “Qué necia fui al no haberme decidido años atrás, dice, y explica que la serenidad de las caras de las campesinas rezando en las iglesias de Italia fue una de las cosas que le movió a dar este paso”. “Rezar -dice Edith- siempre me ha resultado difícil. Quiero decir que me siento muy lejos, como si estuviera hablando en la oscuridad. Pero confío que esto pase. Cuando pienso en Dios no me siento lejos de Él”. A lo que Pujol anota: “La conversión es imparable, no le resuelve todas sus ansiedades, ni la convierte en un abrir y cerrar de ojos en un ser angélico, es la misma Edith desazonada y llena de manías, que va hacia Dios y su Iglesia sin dudar ni un segundo”. Probablemente, la suya no es una vida de santoral, pero sí es la narrativa de un caminante que, en medio de sus quiebres existenciales, consigue recoger sencillas florecillas del campo para ofrecerlas a su Señor.
El itinerario de Gerard Manley Hopkins (1844-1889) es distinto. Graduado en Oxford, un anglicano que asiste a misa en una iglesia católica. Sus inquietudes espirituales toman cuerpo y “el 13 de octubre -anota Pujol- sus padres se enteraban por correo de su conversión como de un hecho ya consumado, y se lo tomaron muy mal (…) Traicionaba a los suyos, ponía en peligro su carrera, se lanzaba a una aventura personal de consecuencias nefastas. Quien quería ser alguien en Inglaterra no se hacía católico, apartándose así del camino común, ¡y un joven tan dotado como él!”. Su periplo continúa e ingresa a los jesuitas. Allí, entre estudios y prácticas pastorales con poco éxito, recomienza su actividad poética. Tiene una salud frágil, además de continuas postraciones nerviosas. Se siente viejo muy pronto. Enferma gravemente. Pide el viático “y se le oyó decir dos o tres veces: soy tan feliz, soy tan feliz”. Una vida corta, no exenta de dificultades. Sus poemas se publican póstumamente, reconociéndoselo como uno de los grandes poetas ingleses.
Siete escritores conversos, cuyas historias conmueven y arrancan sonrisas, silencios y reflexiones en el lector.
La amistad con Pablo Ferreiro viene de bastante lejos: año 1978 cuando estudiaba Derecho en la PUCP. Conversación de maestro y un estudiante en busca de orientación. Tengo grabado el primer consejo: no te des tantas vueltas, mira hacia afuera, encuentra tu misión. En eso ando todavía. Desde entonces, los encuentros con Pablo fueron recurrentes en diversas etapas de mi biografía personal y profesional.
He disfrutado de muchas conversaciones amistosas con Pablo. Literalmente, hemos hablado de lo humano y de lo divino. Ha sido para mi -y sigue siéndolo- un gran maestro y amigo. Más aún, he copiado muchas cosas suyas en mi estilo de docencia universitaria. Cuando empecé mis primeros pininos como profesor de la Udep en Piura en 1982, me quedó claro que la forma de enseñar en el aula sería la de Pablo. Para entonces ya había visto a varios profesores en acción. Su estilo distendido, amable, participativo me resultó afín. Incluso me he quedado con varios de sus movimientos en el aula.
Las conversaciones amistosas, para Pablo, forman parte del modo de ser de las personas. Para un coach son también un oficio, desde luego, pero encuentran su fuente primigenia en lo más hondo de la personalidad. En este aspecto, diría que el coaching le nace a Pablo, no es un accesorio. Saber conversar y mantener conversaciones sabrosas es un arte y don que no todos poseen. Para Pablo, el coaching no se reduce a una técnica, no es sólo un modus operandi, es principalmente un modus essendi. Un modo de ser que manifiesta la hondura espiritual desde la que uno intenta acercarse, con temor y temblor, ante otro ser humano, en este caso el coachee.
El libro de Pablo Coaching. Finalidad y responsabilidad (Lima, 2021) es la formalización de sus muchos años de experiencia en el mentoring. A este respecto, me venía a la mente el título de un libro que me recomendó por los años 80, Pensar con las manos (EMESA, 1977) de un intelectual francés Dennis de Rougemont. Esto de pensar y hacerlo con las manos no me parecía nada compatible, ni razonable. Al leer libro caí en la cuenta de lo que el autor quería señalar y de lo que Pablo rescataba del texto, se trataba de recuperar la unidad de cuerpo y alma. El cuerpo no es estuche o una cárcel que aprisione al espíritu. Somos unidad sustancial corpóreo espiritual. En buen cristiano, bien con las brillantes ideas y la nobleza del espíritu, pero se requieren, asimismo, ideas prácticas con vocación de ser realizadas. Y me parece que, efectivamente, en el caso de Pablo no es solo su formación de ingeniero lo que le lleva a precisar y delimitar los campos del coaching, es más bien el convencimiento vital de que en los sistemas operativos se juega la verdad de las nobles intenciones de los jefes de una organización. Pablo es de los que piensa con las manos y llena de ejemplos prácticos sus dichos en las conversaciones amistosas.
El coaching en serio requiere de una buena antropología no en vano el autor incluye un generoso resumen de nociones de antropología y caracterología de la profesora Genara Castillo. El simple dominio de técnicas de entrevista y un buen puñado de tips no bastan para darle autenticidad a las sesiones de coaching. Conviene tener experiencia de vida, además de experiencia en el puesto o función organizacional. Por eso, Carlos Llano, otro gran maestro de gobierno de personas en el IPADE de México, solía decir -glosando a Aristóteles- que “la felicidad es la expansión del alma. Si esto es así, es necesario que el ser humano conozca, de alguna manera lo que se refiera al alma”. Es decir, en la tarea del coaching conviene detenerse en una reflexión profunda de las diversas dimensiones del ser humano: inteligencia, voluntad, afectividad; corporalidad, espiritualidad. Conocer algo del alma es importante para acertar en el buen oficio y en la vida buena, pues importa no solo correr muy bien, sino también estar en la ruta y dirección correcta.
Pablo menciona en su libro que el coachee ha de aceptar libremente a su coach y pienso que no podría ser de otra manera si, como insiste nuestro autor, el coaching es una conversación amigable. Y, ciertamente, la amistad es una de las relaciones interpersonales en donde la elección es vital: los amigos se eligen, se aceptan, pero no se imponen. Este aspecto del coaching es complejo, pues si el jefe es el llamado a ejercer de coach, no se le escapa a Pablo que han de ser jefes bien elegidos. Se es jefe, pero no necesariamente, se tienen las competencias adecuadas para realizar las actividades del coach. Al respecto, a lo que Pablo señala como las condiciones convenientes para ser un buen coach, hago las siguientes precisiones.
El coach ha de tener algo de encanto personal. Dado por sentado que se requiere conocimiento, experiencia y buenas intenciones, también es importante el encanto personal, entendido como un talante acogedor, simpatía, cordialidad y hasta sentido del humor. Estas y semejantes virtudes y actitudes no son cualidades que todos tengan de buenas a primeras. Cuando falta esta simpatía y encanto, la conversación deja de ser amigable, no fluye y hasta puede causar fricciones entre coach y coachee. Sobre el particular, Gabriel Marcel, filósofo francés, cuenta lo siguiente. Una noche fue de visita a la casa de unos amigos. Terminada la reunión familiar, Marcel le comentó a su esposa que el hijo pequeño de sus amigos era muy despierto, pero le faltaba encanto. A lo que su esposa le dijo, debe ser porque el niño era demasiado exacto. No se puede ser tan exactos, ni ser un sabelotodo al riesgo de ser insoportablemente perfectos. El encanto tiene la frescura de la “rosa inesperada” como bien lo dice el poeta Martín Adán. Bienaventurados, pues, los que gozan de encanto de modo espontáneo, a los demás nos costará Dios y su ayuda tenerlo.
Un segundo elemento que agregaría como una condición del coach es lo que el filósofo del diálogo Martin Buber llama orientación al otro. Esta es una actitud de fondo. Se trata de una inclinación o tendencia de apertura hacia el bien del otro. Es apertura y mucha capacidad de escucha como lo señala Pablo en su libro. Es ponerse delante del prójimo en actitud de respeto, dispuestos a admirarnos de la biografía del coachee, la cual se va desvelando en sus luces y sombras y de cuyo aprendizaje el coach se enriquece, igualmente. La orientación al otro es una actitud extática, en salida. Es, incluso, una actitud de indefensión buscada, propia de la sencillez del alma. El coaching se mueve en el campo de las relaciones de confianza, no del mundo de la certeza, parafraseando al profesor Alejandro Llano.
De otro lado, el coaching no es un acto es un proceso. No es ni La historia interminable de Michael Ende, ni tampoco una pompa de jabón de efímera vida. Para todo este proceso, Pablo dedica un capítulo largo para señalar una hoja de ruta que puede ayudar a precisar los temas sobre los que versa el coaching. El modelo que toma es el Octógono o modelo antropológico de las organizaciones del profesor Juan Antonio Pérez López, materia a la que Pablo le ha dedicado muchísimos años de docencia e investigación en el PAD. En el primer nivel se aclaran los datos cuantitativos del colaborador y la organización, en el segundo nivel aparecen los datos cualitativos del saber distintivo de la organización, los estilos y su estructura real. En el tercer nivel, finalmente, comparecen los elementos de la misión interna, externa y valores de la empresa.
Termina Pablo su libro con un capítulo dedicado a la integridad ética, last but no least, lo último, pero no por eso lo menos importante. Las competencias éticas dotan de consistencia a la persona, a la organización y a la sociedad. Modos de hacer -competencias operativas- y modos de ser -competencias valorativas- componen el patrimonio integral de la persona. Es aspirar a la coherencia de vida, en donde pensamiento y acción se den la mano. Ser auténticos, ser verdaderos de tal manera que las obras hablen de las buenas intenciones del agente.
Enseñar a pensar, enseñar a querer, enseñar a sentir; pero, sobre todo, abrir los cauces para aprender a ser mejores, con la originalidad y del modo irrepetible que cada uno es capaz de acometer. Gana la persona, gana la familia, gana la organización, gana la sociedad; pues queremos una sociedad que funcione bien y sea, asimismo, una sociedad buena.
Hay que agradecer la publicación de este libro, sabiendo que “el coach -dice Pablo- enseña sobre todo con el ejemplo, y que por lo tanto él también debe aprender a superar pequeños impases como algo normal, sabiendo absorberlos con un estado de ánimo permanente tan alejado de la euforia como del pesimismo”.