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“La Austria que conocí no es la Austria de hoy”. Bien podría decir esta expresión Francisco Fernando Trotta, el personaje de la estupenda novela de Joseph Roth (1894-1939), “La Cripta de los Capuchinos” escrita en 1938. Es la historia de la juventud y madurez del protagonista de esta narración en el período que va desde antes de la Primera Guerra Mundial hasta la anexión de Austria al III Reich en 1938. No es historia social ni está contada desde las cumbres que toman las decisiones políticas. Es la historia de Trotta -cuyo entorno lo componen su mamá, sus amigos, su esposa- como testigo de un mundo que se acaba, el Imperio Austro-húngaro, y el advenimiento de una nueva cultura con otra sensibilidad, ajena a las usanzas aristocráticas.
Las escenas transcurren en capítulos cortos. No hay morosidad en las palabras. La historia fluye cual aguas en río de llanura. Trotta pertenece a una discreta familia vienesa, ennoblecida por el emperador Francisco José. Uno más del montón aristocrático: joven, con dinero, sin responsabilidades, envuelto en noches largas y mañanas cortas. Tiene amigos con los que se junta. Con su mamá mantiene un trato afectivo más bien distante. En un momento mantiene una buena amistad con su primo Joseph Branco y con un cochero judío Manes Reisiger. La amistad se disuelve justo después de un incidente durante la Primera Guerra Mundial.
Se casa con Isabel antes de enrolarse a la guerra. A su vuelta, su relación es cordial. Tienen un bebé que es la delicia de la abuela y de los papás, aun cuando su amor esté sujeto con alfileres en la pared. “Un día –cuenta Trotta- desapareció, dejándome la siguiente carta: Querido esposo: tu madre me odia y tú no me quieres. Siento la llamada de la vocación y me voy con Jolanth y Stettenheim. Perdóname. La llamada del arte es muy fuerte. Isabel”. El balance es patético: “Mi hijo ya no tenía madre, la madre de mi hijo estaba en Hollywood: una actriz; y la abuela de mi hijo era una mujer paralítica. Murió en febrero”.
Trotta, en su juventud –al igual que sus amigos- no era creyente, nunca iba a Misa. Odiaba a la Iglesia y sus amigos también. Pero como él mismo lo confiesa “no es que mis amigos fuesen enemigos de la religión, sino que se trataba de una especie de petulancia que no les permitía reconocer la tradición en la que habían sido educados. En realidad, no querían desprenderse de la esencia de la tradición, y a mí me pasaba igual; nos rebelábamos contra las formas de la tradición porque no sabíamos que la forma verdadera es idéntica a la esencia, y que era infantil tratar de separar la una de la otra. Como digo: era infantil, pero también es cierto que nosotros éramos infantiles entonces”.
Cuando él y sus amigos regresaron de la Gran Guerra encontraron otra Viena. Ahora, ya no eran señoritos, sus títulos nobiliarios no valían nada. Están empobrecidos y sin ninguna profesión de la que echar mano para subsistir. Trotta vive de la poca renta que aún tiene su madre. Su casa se convierte en pensión. Los modos burgueses de vida se introducen en la sociedad, aparece el espíritu empresarial. Las costumbres cambian. Sólo quedan recuerdos en la vida de Trotta. La Viena que conoció está enterrada en el panteón imperial austríaco ubicado en la Cripta de los Capuchinos. Nada, nada del nuevo mundo que irrumpía le llamaba la atención. Mandó a su hijo a París, haciéndole caso a su mamá quien le aconsejó enviar a su nieto fuera de Viena. Y así fue como Francisco Fernando Trotta se quedó “solo, solo, solo, solo”, visitando ocasionalmente la tumba de su Emperador Francisco José en la Cripta de los Capuchinos. La frivolidad juvenil es mala pagadora cuando la vida se vuelve dura.
Francisco Bobadilla Rodríguez
Lima, 12 de abril de 2020