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Takashi Nagai (1908-1951), médico radiólogo japonés, convertido al catolicismo, sobreviviente de la bomba atómica de Nagasaki. La biografía escrita por Paul Glynn, “Requiem por Nagasaki”, es uno de los libros más impactantes que he leído en los últimos años. Mi interés por el creyente católico japonés me vino a raíz de la película de Martin Scorsese, “Silencio” (2016), basada en la novela de Shusaku Endo, ambientada en el primer tercio del siglo XVII, cuando los gobernantes japoneses persiguen a los cristianos nativos. La acusación principal es que se trataba de una religión extranjera que, además, era ajena totalmente a la cultura profunda nipona. Se trataría de un esfuerzo evangelizador llamado a fracasar. Todo esto pasaba en Nagasaki. (A la novela de Endo y la película le dedicaré unas reflexiones en otro momento).

Me preguntaba: ¿será cierto que en el Japón solo hay sitio para el sintoísmo y el budismo? En medio de esta interrogante, me encontré con Takashi Nagai. Su familia era de tradición sintoísta, con prácticas budistas. Cuando Nagai ingresa a la Universidad a estudiar medicina, lo poco de creencia que le quedaba se disuelve en ateísmo, propiciado por sus profesores universitarios formados en el positivismo y cientificismo del momento. En este período viene el primer campanazo que lo remueve. Su padre le manda volver a casa, pues su mamá estaba delicada de salud. Ni bien llegar, corrió junto a su lecho. “Ella todavía respiraba. Se me quedó mirando fijamente –cuenta Takashi-, y así fue como le llegó el final. Con esa última mirada penetrante, mi madre echó por tierra todo el armazón ideológico que yo me había forjado. En sus últimos momentos de vida, la mujer que me había traído al mundo y me había criado, la mujer que jamás había dejado de quererme, me habló con absoluta claridad. Sus ojos les dijeron a los míos de un modo irrevocable: “Ahora la muerte se lleva a tu madre, pero su espíritu seguirá vivo junto a su pequeño Takashi”. Y me lo decían a mí, tan convencido de que el espíritu no existía, y a mí no me quedaba más remedio que creer. Los ojos de mi madre me hicieron saber que el espíritu del hombre continúa viviendo después de su muerte. Lo supe mediante una intuición, una intuición cargada de convicción”.

Nagai se especializa en radiología, cuando esta técnica estaba en pañales. Ama su profesión y se dedica a la docencia e investigación universitaria. Descubre poco a poco las bondades y los riesgos de esta nueva tecnología médica. Su formación científica le lleva, asimismo, a comprender la distinción entre conocimiento y sabiduría. “El ideograma japonés de “sabiduría”, por ejemplo, estaba compuesto por otros dos ideogramas, uno el de “inteligencia” y el otro el de “corazón”. El ideograma de “conocimiento”, sin embargo, lo formaban el de “inteligencia” y el de “tejido”. ¿Significaba eso que las personas inteligentes son capaces de tejer los argumentos intelectuales simplemente con su rápida inteligencia, mientras que los sabios están familiarizados con la dimensión más profunda del corazón? De otro lado, para el verbo “escuchar” había dos ideogramas: uno de ellos relacionado con los sonidos audibles, que contenía el ideograma de “oído”, y el otro referido a los significados que hay tras los sonidos y que combinaba los ideogramas “oído” y “corazón”. Ahora Nagai se preguntaba si a su oído y a su entendimiento les faltaría corazón”.

Le acompañaba en sus cavilaciones “Los pensamientos” de Pascal, matemático y filósofo de la primera mitad del siglo XVII. Decide alojarse cerca de la Universidad como pensionista en casa de una familia católica japonesa, descendientes de los cristianos clandestinos de la primera evangelización realizada por San Francisco Javier y los sacerdotes jesuitas que continuaron esa labor. Tenían una gran devoción a San Pablo Miki y los 27 mártires que fueron torturados y asesinados en 1597. En esa casa, Takashi conoce a Midori, hija de sus anfitriones, con quien se casa. Midori tenía la gracia y donaire de la mujer japonesa: bella como una rosa blanca, flexible y fuerte como el bambú y “unos hermosos ojos que eran dos pozos de rectitud”. Después de una Noche Buena de 1932 en la catedral de Nagasaki, su camino de conversión al catolicismo se acelera.

La radiación gamma a la que está expuesto por los rayos x, le dañan gravemente el organismo. Empieza la leucemia que lo tendrá muy limitado en sus quehaceres. Durante la guerra en Manchuria a la que es reclutado, muere una de sus hijas. Cuando estalla la bomba atómica en Nagasaki el 9 de agosto de 1945, Nagai se encontraba en el hospital universitario. Sus recuerdos de esa mañana son sobrecogedores: hombres, mujeres, niños calcinados, con la piel desollada. Gritos de terror pidiendo “agua”, “agua”, mientras su vida se consumaba. De Midori sólo encuentra algunos huesos y un Rosario entre sus manos. Sus dos hijos Makoto de 10 años y Kayano de 4 años sobreviven, pues estaban en casa de la abuela en una aldea a unos pocos kilómetros de Nagasaki.

La fe de Takashi sigue viva en medio de tanto dolor y desolación. Ante los restos de Midori reza y dice: “Dios mío, gracias por permitir que muriera rezando. Madre de Dolores, gracias por acompañar a la fiel Midori en la hora de su muerte”. Mientras recogía cuidadosamente sus restos con ayuda del cubo, murmuró: “Jesús misericordioso, Salvador nuestro, Tú que sudaste sangre y cargaste con tu cruz antes de morir en ella, ilumina ahora con tu luz apacible el misterio del dolor y de la muerte de Midori, de mi dolor y mi muerte”. Una fe así, desde luego, es un don de Dios.

Nagai decide quedarse y continuar con sus investigaciones sobre los efectos de la radiación. Construye una pequeña cabaña para su familia, a la que se unen otros más. Al poco tiempo, ya no puede mantenerse en pie y pasa los restantes seis años de vida postrado en cama. Se dedica a escribir informes científicos y libros de hondo sentido sobrenatural, llenos de agradecimiento y esperanza cristiana. No hay resentimiento ni abandono. Descubre en sus males una nueva forma de amar y servir a su prójimo. Uno de sus libros está dirigido a sus hijos. Dice: “Sois muy pequeños y ya habéis perdido a vuestra madre: una pérdida insustituible. La muerte de un padre no es nada al lado de la muerte de la madre. Mi muerte os dejará huérfanos, vulnerables y solos en este mundo. Lloraréis. Sí, quizá lloréis amargamente, y os vendrá bien… siempre que lo hagáis delante de vuestro Padre del cielo. (…) Derramad vuestras lágrimas ante Él y Él las secará. Lo dice en el sermón de la montaña, donde podéis encontrar todas las respuestas. Subir esa montaña puede costar mucho y a veces habrá que soportar niebla, lluvia y nieve. Pero, cuando esa niebla y esas nubes se desvanecen, ¡qué hermoso panorama de belleza, paz y amor!

A sus colegas médicos les dirige estas palabras: “El auténtico médico sufre con cada paciente. Si el paciente tiene miedo a la muerte, el médico también. Cuando el paciente por fin se recupera y dice: “gracias”, el médico responde: “gracias”. Si tu paciente es un anciano, lo tratas como si fuera tu padre; y, si es un niño, como si fuera tu hijo. Cada paciente se convierte en tu hermano, tu hermana o tu madre, por quienes dejas todo lo demás. (…) ¡Qué equivocado estaba cuando era joven y pensaba que la práctica médica era una cuestión técnica! Eso haría del médico un mecánico de cuerpos. No: un médico debe ser alguien que sienta en su propio cuerpo y en su propio espíritu todo lo que sus pacientes sufren en el cuerpo y en el espíritu… He acabado comprendiendo que la medicina es una vocación, una llamada personal de Dios: es decir, que el estudio de cada paciente, el hacerle una radiografía o administrarle una inyección forma parte del reino de Dios. Cuando lo entendí así, me descubrí a mí mismo rezando por cada paciente que trataba”.

Dios no juega a los dados con sus hijos. Nagai lo sabe decir con hondura: “Nosotros no creemos en un Dios de pequeñas hazañas que permite que sus elegidos ganen la lotería e ignora caprichosamente a los demás: Él es demasiado grande para obrar así… Sin embargo, sí responde siempre a nuestras oraciones. A menudo os encontraréis con personas enfermas que saben cómo rezar y mejoran: lo cual, lejos de constituir necesariamente un milagro, suele ser consecuencia natural de una vida en gracia y en paz. Yo me podría curar milagrosamente de la leucemia, y eso sería bueno. Pero, si no me curo, también es bueno, y no pasa nada: la única vida que importa es la que se vive para Él… un día detrás de otro, apoyado en la oración”.

Hasta la fecha se conmemora en Japón el estallido de las bombas atómicas. En Nagasaki, el dolor es más parecido a una oración. Con los escritos de Nagai se hizo una película, “Las campanas de Nagasaki”, para cuyo fin el poeta Hachiro Sato compuso la letra de la canción. Es la pasión y la gloria de Takashi y Midori:

Desde el espléndido azul del cielo
vino el dolor a desgarrar mi corazón;
nuestra vida es frágil como las olas,
breve como las flores del campo.
Pero aún siguen sonando
y me infunden aliento y consuelo
las campanas de Nagasaki.
Mi esposa murió en soledad,
el cielo la llamó antes que a mí.
De ella solo quedó un rosario
que mis lágrimas hacen brillar.
Pero aún siguen sonando
y me infunden aliento y consuelo
las campanas de Nagasaki.
¡La Misa! Bajo un cielo que llora entristecido
nuestros himnos hacen gemir al viento.
Me aferro a la cruz sobre su tumba
y la tristeza apaga el fulgor del mar.
Pero aún siguen sonando
y me infunden aliento y consuelo
las campanas de Nagasaki.
Allí desnudé los pecados de mi alma,
la luna disipó la oscuridad de la noche
y la imagen de María Santísima
clavé sobre un madero de mi humilde cabaña.
Pero aún siguen sonando
y me infunden aliento y consuelo
las campanas de Nagasaki

Francisco Bobadilla Rodríguez
Lima, 6 de abril de 2020