“Ser humano es un arte, afirma Rob Riemen (El arte de ser humanos. Cuatro estudios. Taurus, 2023). No es ciencia. Si fuera ciencia, tendríamos definiciones aceptadas, teorías confirmadas, respuestas unívocas, protocolos y manuales para la vida” (p. 14). Y en tanto que arte, llegar a ser humano tiene mucho de sabiduría, experiencia, aciertos, fracasos. No es, desde luego, ir por la vida al tuntún, pero tiene bastante de lo que aseveró San Pablo cuando señala que “ahora vemos como en un espejo, borrosamente; entonces veremos cara a cara” (1 Cor. 13, 12). Por eso, aun cuando llevemos siglos intentando conocer quién es el ser humano, en esta asignatura seguimos siendo aprendices de mago. Riemen se suma a estos intentos de iluminar la condición humana.
En este libro, nuestro autor ofrece nuevas pinceladas a lo que es el leitmotiv de sus escritos y del Nexus Institute: cultivar la nobleza de espíritu. Son cuatro estudios los que presenta. En el primero de ellos ofrece sus reflexiones a propósito de una carta que recibe de México. Un grupo de universitarios le solicitan reflexionar sobre los fundamentos de la existencia humana. Para este propósito medita sobre quiénes han sido nuestros educadores y formadores. Acude a su propia historia familiar y concluye que “ser humano es un arte que comienza con la bendición del recuerdo del amor que te dieron” (p. 75). Y, efectivamente, es una bendición, un regalo, un don gratuito haber vivido en una comunidad de amor. Un don que le fue ajeno, por ejemplo, a Albert Camus, quien recordando su infancia anota: “Nosotros no sabíamos amar. Infancia pobre. Vida sin amor (no sin goces). La madre no es una fuente de amor. A partir de entonces, lo más largo en el mundo es aprender a amar. (Carnet 3, p. 271)”. Confesión de Camus que, desde que la leí hace muchos años, aún me sigue rondando la cabeza y el corazón.
En el segundo estudio desfilan Weber, Kahler, Musil, Mann, hilvanados por el deseo de comprender su tiempo, salvar la razón y al ser humano de los monstruos creados por la razón banalizada. Nuestro tiempo, tampoco está libre del extravío. Riemen identifica las vanas promesas de ciertas pseudoculturas. Una de ellas acentúa lo kitsch, “que nos quiere hacer creer en una vida que siempre tiene que estar a la moda y ser placentera, divertida, acelerada, sexi, fácil. Otra pseudocultura es la pragmática, la de la ciencia y la tecnología, que nos quiere hacer creer que sólo puede ser verdadero aquello que se puede comprobar empíricamente y calcular. Redes sociales y algoritmos que intentan colonizar la mente humana para devolvernos a la caverna de Platón” (pp. 164-165). Éstas y otras pseudoculturas conducen al vacío espiritual y a la desesperación. Situación que puede llevar al cinismo vital y a un nihilismo existencial sin horizonte ni esperanza.
El tercer estudio, Riemen lo dedica a la valentía y la compasión, escenificando la inquietud interior de Émile Zola cuando publica -contra viento y marea- su Yo acuso en defensa del capitán judío Alfred Dreyfus, acusado injustamente de alta traición. Ejemplos de personajes como Zola “logran que las fuerzas siniestras que siempre habitan en nuestras almas sean derrotadas por un ideal civilizatorio en el que la verdad y la justicia sean valores morales universales y fuerzas liberadoras capaces de darnos a todos la formación espiritual humanista que necesitamos” (p. 203). El cuarto estudio resalta la figura del escritor ruso Mijaíl Bulgákov y su novela El maestro y Margarita, “un relato en la tradición de la leyenda de Fausto (…). Una brillante evocación del Apocalipsis de san Juan” (p. 230).
Cuatro estudios, el mismo propósito: mostrar estilos de vida convincentes que nos enseñen el arte de ser humanos.
Empecé a leer El arte de la prudencia (Ediciones Temas de Hoy, 1994) de Baltasar Gracián (1601-1658) hace muchas lunas. Sus 300 aforismos, ingeniosos y elegantemente escritos, ofrecen consejos para ir por la vida caminando sobre seguro. Tienen el tono del justo medio aristotélico, sin arrebatos románticos ni triunfalismos voluntaristas. Hay mucho de la astucia de la serpiente, aunque moderada con cierta mansedumbre de la paloma. Para tiempos como los nuestros, tan llenos de correrías y experiencias de vértigo, las reflexiones de Gracián son una invitación para detenerse un rato, de tal manera que el alma rezagada alcance al cuerpo. Unas cucharaditas de lucidez son provechosas.
“El único remedio de todo lo extremado es guardar equilibrio en el lucimiento (…). Una exhibición limitada se premia con una mayor estima” (80). Gracián aconseja no sobrexponerse en el espacio público o privado. Las redes sociales facilitan la comunicación y, también, el lucimiento… Colgamos posts para decir algo a la comunidad de seguidores: pensamientos, fotos, alegrías, preocupaciones… El marketing digital inunda las redes con apelaciones al consumo que, en no pocas ocasiones es canto engañoso de sirena. Ante la realidad cultural del lucimiento, no está de más considerar el consejo de Gracián, para bajar la sobredosis de vanidad que, al primer descuido, nos sobreviene.
“En las cosas tiene gran parte el cómo (…). Lo más estimado en la vida es un comportamiento cortés. Hablar y portarse de buen modo resuelve cualquier situación difícil” (14). La cortesía, la amabilidad, la buena educación hacen que la vida sea grata. En una organización, asimismo, la cortesía y cordialidad en el trato de unos y otros (compañeros de trabajo, directivos, clientes externos, proveedores, etc.) ayuda a crear un clima organizacional cálido. Tantos problemas tienen su origen en el trato acartonado y en las actitudes desabridas de sus interlocutores. Para hablar no hace falta arañar y ya sabemos que una sonrisa o una palabra amable pueden más que miles de sistemas formales. Las buenas maneras se agradecen.
Cuánto se estima la autenticidad de aquel cuya apariencia exterior es expresión de su vida interior. Por eso, Gracián sentencie que “cuanto mayor fondo tiene el hombre tanto tiene de persona. Como los brillos interiores y profundos del diamante, lo interior del hombre siempre debe valer el doble que lo exterior” (48). Aparentar más de lo que se es no tiene buen fin. Sin sustancia, el ser humano se convierte en luz de fuegos artificiales: bonito, pero efímero. Lección útil, igualmente para la reputación institucional de las empresas, pues resulta contraproducente ofrecer excelencia en los servicios y terminar defraudando a los clientes por las expectativas no satisfechas. “Hablar es fácil y hacer difícil. Los buenos hechos son la esencia de la vida y las nobles palabras el adorno. La importancia de los hechos perdura, la de las palabras no” (202).
Ser consistentes y, también, ser claros en el decir, “no solo con facilidad de palabra sino con una mente lúcida. Algunos piensan bien, pero se explican mal: sin claridad los hijos del alma (decisiones, ideas) no salen a la luz” (216). Saber explicarse, llegar al interlocutor, captar su atención es el arte de la comunicación eficaz. En estos tiempos en los que sobreabunda la información corremos el riesgo de ser un almacén de datos sin orientación alguna. Más que nunca se requiere la lucidez suficiente para discernir el trigo de la cizaña. Y una claridad de mente para expresar adecuadamente las razones del corazón.
Un libro para leer despacio, entreteniéndose en sus dichos que destilan reflexiones útiles para “las tres eses de la dicha humana: santo, sano y sabio” (300).
Se cumplen 80 años de la publicación de La abolición del hombre (1943) de C. S. Lewis (1898-1963), autor de Las crónicas de Narnia. Es una buena ocasión para releer este pequeño libro (Encuentro, 1990). Lo he subrayado y me he detenido en bastantes de sus pasajes, en grato diálogo con Lewis, salvado el agudo discurso lógico del que hace gala el autor, un tanto agotador para mi gusto. Son tres capítulos y un apéndice con citas – sabiduría acrisolada por los siglos- que ilustran la ley natural (Tao), común denominador de la persona humana.
Una primera reflexión que me genera el libro es el entronque de los sentimientos con la totalidad del ser humano y su vinculación con la realidad. Señala Lewis que “la razón por la que Coleridge estaba de acuerdo con el turista que calificaba de sublimes las cataratas y no lo estaba con el que las calificaba de bonitas era, por supuesto, que él creía que la naturaleza inanimada era tal que determinadas respuestas podrían ser más “justas” u “ordenadas” o “apropiadas” que otras. Y él creía (acertadamente) que los turistas pensaban lo mismo. El hombre que calificaba de sublimes las cataratas no pretendía solamente describir los sentimientos que le suscitaban: también afirmaba que el objeto era tal que merecía esos sentimientos”.
Es cierto que la realidad despierta en cada uno diversos sentimientos, con intensidades variadas. Sin embargo, conviene tener en cuenta que esa realidad (un paisaje, una pieza artesanal, un producto, un servicio) tiene en sí misma unos atributos que reclaman una respuesta adecuada de quien las aprecia. Las valoraciones de las cosas, de las personas no están dejadas solo a la subjetividad humana, ellas son portadoras de valor que espera ser descubierto y apreciado por sus interlocutores. Qué importante, por eso, la tarea educativa en la familia, el colegio, la universidad que, entre otras cosas, ha de saber educar el buen gusto o lo que, en términos más amplios, Julián Marías llamaba la “educación sentimental”.
La segunda idea luminosa que encuentro en el libro es la importancia del Tao que la cultura china ha entendido como la gran realidad en la que todas las cosas consisten. “Es la Naturaleza, la Vía, el Camino por el que marcha el universo; camino en el que las cosas se presentan para siempre, permanentes y en calma, en el espacio y en el tiempo”. Este Tao aparece en diversas culturas milenarias como ley natural, principios originarios, moral, fundamentos últimos. El Tao, en tanto que principio de la condición humana, ha de entenderse como el inicio a partir del cual empieza la reflexión. Es el punto de partida, ya no hay un detrás adonde ir, en el mismo sentido que llamamos punto de partida al lugar físico en la que se instalan los atletas ante de empezar a correr en la competición.
Sin Tao desaparece la incondicionalidad del ser humano y se presta a que algunos “ilustrados” o, simplemente, poderosos manipulen a sus anchas el cuerpo y el alma de los seres humanos. Se instala una posición de dominio de unos pocos contra la misma humanidad. Esto que lo intuyó Lewis hace 80 años, es lo que pasa en nuestro tiempo con el transhumanismo dispuesto a convertir al ser humano en un artefacto mudando su natural condición personal. Es también lo que pretende, en gran medida, el llamado capitalismo de la atención orientado a manipular los gustos y apetencias de los seres humanos.
El resultado de negar la incondicionalidad de la naturaleza humana es la supresión de la persona como tal o, como lo llamó Lewis, la abolición del hombre. “Solo el Tao proporciona una ley humana de actuación común a todos, ley que abarca a legisladores y a leyes a un tiempo”. El Tao evita la tiranía de unos y la arbitrariedad de otros. Sus trazos esenciales señalan el camino del florecimiento humano.
Terminé de leer el libro de Douglas Murray, “La masa enfurecida. Cómo las políticas de identidad llevaron al mundo a la locura” (Península, 2020. Kindle edition), el año pasado en tiempos de confinamiento. Un libro extenso, políticamente incorrecto, al mismo tiempo que esclarecedor en los temas que trata propios de la escena cultural actual. Señala que “la interpretación del mundo a través de la lente de la «justicia social», la «política identitaria grupal» y la «interseccionalidad» es quizá el esfuerzo más audaz y exhaustivo por crear una nueva ideología desde el fin de la Guerra Fría”. Sin negar el valor de estas interpretaciones, hace notar, asimismo, el desborde de algunos de sus expresiones: “Lo que todas estas luchas tienen en común es que empezaron como campañas legítimas de defensa de los derechos humanos. Por eso han llegado tan lejos. En un momento dado, sin embargo, todas descarrilaron. No satisfechos con ser iguales, sus partidarios decidieron arrogarse una posición insostenible como mejores”.
En la red de internet se pueden encontrar fácilmente semblanzas del autor y de los comentarios al libro. En el siguiente enlace dejo una reseña del libro https://www.nuevarevista.net/la-masa-enfurecida-para-pensar-sobre-las-politicas-de-identidad/ . Un texto escrito con libertad de espíritu en un ambiente que cohíbe y atenaza a la libertad de pensamiento cuando se reflexiona sobre estos temas. Son cuatro grandes capítulos: 1. Homo; 2. Mujeres; 3. Raza; 4. Trans y una Conclusión. Comparecen en cada uno de los capítulos los diversos temas, aristas, discusiones que hasta la fecha existen: homosexualidad, feminismos, teoría crítica de la raza y de la justicia, transexualidad… Es una conversación abierta en donde se muestran las luces y sombras del debate, con alusión a situaciones, posiciones, estudios y casos que ilustran la complejidad de la cuestión.
Cuenta Murray que “durante sus viajes por Estados Unidos en la década de 1830, Alexis de Tocqueville destacó la importancia del asamblearismo, y específicamente de las reuniones cara a cara con que la ciudadanía resolvía sus problemas antes de que fuera necesario recurrir a ninguna autoridad. (…). El desarrollo de los nuevos medios desincentiva el encuentro presencial, pero eso no quita que este siga siendo el mejor modo de establecer una relación de confianza con el otro. Para actuar de forma generosa hay que partir de la base de que los demás no se aprovecharán de nuestra generosidad, y la mejor manera (si no la única) de conseguirlo es mediante la interacción personal. A falta de esto, la vida se convierte en un catálogo de agravios históricos y fácilmente repetibles”.
Murray propone salir al paso de la furia y exclusión que a veces acompaña a las interacciones sociales, cuidando “que nadie quede relegado por razón de los rasgos personales que le han tocado en suerte. Si alguien posee la competencia y el deseo de hacer algo, ni su raza ni su sexo ni su orientación sexual deberían impedírselo”. Una sociedad abierta no rehúye la discusión y, precisamente porque es abierta, “cuando dos personas no están de acuerdo en algo, pueden discrepar de forma amistosa si lo que persiguen es desentrañar la verdad o alcanzar un punto de equilibrio. Sin embargo, si una de las partes considera que su propósito en la vida reside en alguno de los aspectos de la propia discrepancia, entonces las opciones de alcanzar un punto de equilibrio disminuyen y las posibilidades de atisbar la verdad se desvanecen”.
No es el diálogo lo que ha de cancelarse, es más bien el desborde causado por la furia lo que debe moderarse.
La amistad con Pablo Ferreiro viene de bastante lejos: año 1978 cuando estudiaba Derecho en la PUCP. Conversación de maestro y un estudiante en busca de orientación. Tengo grabado el primer consejo: no te des tantas vueltas, mira hacia afuera, encuentra tu misión. En eso ando todavía. Desde entonces, los encuentros con Pablo fueron recurrentes en diversas etapas de mi biografía personal y profesional.
He disfrutado de muchas conversaciones amistosas con Pablo. Literalmente, hemos hablado de lo humano y de lo divino. Ha sido para mi -y sigue siéndolo- un gran maestro y amigo. Más aún, he copiado muchas cosas suyas en mi estilo de docencia universitaria. Cuando empecé mis primeros pininos como profesor de la Udep en Piura en 1982, me quedó claro que la forma de enseñar en el aula sería la de Pablo. Para entonces ya había visto a varios profesores en acción. Su estilo distendido, amable, participativo me resultó afín. Incluso me he quedado con varios de sus movimientos en el aula.
Las conversaciones amistosas, para Pablo, forman parte del modo de ser de las personas. Para un coach son también un oficio, desde luego, pero encuentran su fuente primigenia en lo más hondo de la personalidad. En este aspecto, diría que el coaching le nace a Pablo, no es un accesorio. Saber conversar y mantener conversaciones sabrosas es un arte y don que no todos poseen. Para Pablo, el coaching no se reduce a una técnica, no es sólo un modus operandi, es principalmente un modus essendi. Un modo de ser que manifiesta la hondura espiritual desde la que uno intenta acercarse, con temor y temblor, ante otro ser humano, en este caso el coachee.
El libro de Pablo Coaching. Finalidad y responsabilidad (Lima, 2021) es la formalización de sus muchos años de experiencia en el mentoring. A este respecto, me venía a la mente el título de un libro que me recomendó por los años 80, Pensar con las manos (EMESA, 1977) de un intelectual francés Dennis de Rougemont. Esto de pensar y hacerlo con las manos no me parecía nada compatible, ni razonable. Al leer libro caí en la cuenta de lo que el autor quería señalar y de lo que Pablo rescataba del texto, se trataba de recuperar la unidad de cuerpo y alma. El cuerpo no es estuche o una cárcel que aprisione al espíritu. Somos unidad sustancial corpóreo espiritual. En buen cristiano, bien con las brillantes ideas y la nobleza del espíritu, pero se requieren, asimismo, ideas prácticas con vocación de ser realizadas. Y me parece que, efectivamente, en el caso de Pablo no es solo su formación de ingeniero lo que le lleva a precisar y delimitar los campos del coaching, es más bien el convencimiento vital de que en los sistemas operativos se juega la verdad de las nobles intenciones de los jefes de una organización. Pablo es de los que piensa con las manos y llena de ejemplos prácticos sus dichos en las conversaciones amistosas.
El coaching en serio requiere de una buena antropología no en vano el autor incluye un generoso resumen de nociones de antropología y caracterología de la profesora Genara Castillo. El simple dominio de técnicas de entrevista y un buen puñado de tips no bastan para darle autenticidad a las sesiones de coaching. Conviene tener experiencia de vida, además de experiencia en el puesto o función organizacional. Por eso, Carlos Llano, otro gran maestro de gobierno de personas en el IPADE de México, solía decir -glosando a Aristóteles- que “la felicidad es la expansión del alma. Si esto es así, es necesario que el ser humano conozca, de alguna manera lo que se refiera al alma”. Es decir, en la tarea del coaching conviene detenerse en una reflexión profunda de las diversas dimensiones del ser humano: inteligencia, voluntad, afectividad; corporalidad, espiritualidad. Conocer algo del alma es importante para acertar en el buen oficio y en la vida buena, pues importa no solo correr muy bien, sino también estar en la ruta y dirección correcta.
Pablo menciona en su libro que el coachee ha de aceptar libremente a su coach y pienso que no podría ser de otra manera si, como insiste nuestro autor, el coaching es una conversación amigable. Y, ciertamente, la amistad es una de las relaciones interpersonales en donde la elección es vital: los amigos se eligen, se aceptan, pero no se imponen. Este aspecto del coaching es complejo, pues si el jefe es el llamado a ejercer de coach, no se le escapa a Pablo que han de ser jefes bien elegidos. Se es jefe, pero no necesariamente, se tienen las competencias adecuadas para realizar las actividades del coach. Al respecto, a lo que Pablo señala como las condiciones convenientes para ser un buen coach, hago las siguientes precisiones.
El coach ha de tener algo de encanto personal. Dado por sentado que se requiere conocimiento, experiencia y buenas intenciones, también es importante el encanto personal, entendido como un talante acogedor, simpatía, cordialidad y hasta sentido del humor. Estas y semejantes virtudes y actitudes no son cualidades que todos tengan de buenas a primeras. Cuando falta esta simpatía y encanto, la conversación deja de ser amigable, no fluye y hasta puede causar fricciones entre coach y coachee. Sobre el particular, Gabriel Marcel, filósofo francés, cuenta lo siguiente. Una noche fue de visita a la casa de unos amigos. Terminada la reunión familiar, Marcel le comentó a su esposa que el hijo pequeño de sus amigos era muy despierto, pero le faltaba encanto. A lo que su esposa le dijo, debe ser porque el niño era demasiado exacto. No se puede ser tan exactos, ni ser un sabelotodo al riesgo de ser insoportablemente perfectos. El encanto tiene la frescura de la “rosa inesperada” como bien lo dice el poeta Martín Adán. Bienaventurados, pues, los que gozan de encanto de modo espontáneo, a los demás nos costará Dios y su ayuda tenerlo.
Un segundo elemento que agregaría como una condición del coach es lo que el filósofo del diálogo Martin Buber llama orientación al otro. Esta es una actitud de fondo. Se trata de una inclinación o tendencia de apertura hacia el bien del otro. Es apertura y mucha capacidad de escucha como lo señala Pablo en su libro. Es ponerse delante del prójimo en actitud de respeto, dispuestos a admirarnos de la biografía del coachee, la cual se va desvelando en sus luces y sombras y de cuyo aprendizaje el coach se enriquece, igualmente. La orientación al otro es una actitud extática, en salida. Es, incluso, una actitud de indefensión buscada, propia de la sencillez del alma. El coaching se mueve en el campo de las relaciones de confianza, no del mundo de la certeza, parafraseando al profesor Alejandro Llano.
De otro lado, el coaching no es un acto es un proceso. No es ni La historia interminable de Michael Ende, ni tampoco una pompa de jabón de efímera vida. Para todo este proceso, Pablo dedica un capítulo largo para señalar una hoja de ruta que puede ayudar a precisar los temas sobre los que versa el coaching. El modelo que toma es el Octógono o modelo antropológico de las organizaciones del profesor Juan Antonio Pérez López, materia a la que Pablo le ha dedicado muchísimos años de docencia e investigación en el PAD. En el primer nivel se aclaran los datos cuantitativos del colaborador y la organización, en el segundo nivel aparecen los datos cualitativos del saber distintivo de la organización, los estilos y su estructura real. En el tercer nivel, finalmente, comparecen los elementos de la misión interna, externa y valores de la empresa.
Termina Pablo su libro con un capítulo dedicado a la integridad ética, last but no least, lo último, pero no por eso lo menos importante. Las competencias éticas dotan de consistencia a la persona, a la organización y a la sociedad. Modos de hacer -competencias operativas- y modos de ser -competencias valorativas- componen el patrimonio integral de la persona. Es aspirar a la coherencia de vida, en donde pensamiento y acción se den la mano. Ser auténticos, ser verdaderos de tal manera que las obras hablen de las buenas intenciones del agente.
Enseñar a pensar, enseñar a querer, enseñar a sentir; pero, sobre todo, abrir los cauces para aprender a ser mejores, con la originalidad y del modo irrepetible que cada uno es capaz de acometer. Gana la persona, gana la familia, gana la organización, gana la sociedad; pues queremos una sociedad que funcione bien y sea, asimismo, una sociedad buena.
Hay que agradecer la publicación de este libro, sabiendo que “el coach -dice Pablo- enseña sobre todo con el ejemplo, y que por lo tanto él también debe aprender a superar pequeños impases como algo normal, sabiendo absorberlos con un estado de ánimo permanente tan alejado de la euforia como del pesimismo”.
Una y otra vez vuelvo a pensar en las empresas con alma o, más en general, las organizaciones e instituciones con alma. El alma es el principio vital de un organismo. “Mutatis mutandis”, cambiando lo que haya que cambiar, se puede decir que para una organización humana su Ideario es como su alma, su principio vivificador. Una planta, un animal sin alma mueren; las organizaciones, en cambio, pueden seguir operando sin ideario. A falta de alma, han desarrollado un exoesqueleto que las mantiene funcionando. Han refundido en el baúl de los recuerdos, aquello que inspiró a sus fundadores. La empresa sin alma consigue resultados, al precio de ser una máquina dispensadora de productos y servicios. Eficacia, mucha; camiseta, casi nada.
Las organizaciones con alma tienen el espíritu emprendedor y fervoroso de sus fundadores, aglutinan un buen número de colaboradores, dispuestos a poner su mejor esfuerzo para dar cabal cumplimiento a la misión de la institución. En cada tarea se pone alma, corazón y vida; pues la actividad laboral, además de ser un medio para ganarse la vida, es participación en un proyecto ilusionante, portador de sentido; trabajo humano y humanizador. El afán de logro se expande en afán de servicio. Este espíritu sigue vivo en sus buenas prácticas operativas y valorativas, de la se nutre la cultura organizacional.
En una organización con ideario, el consentimiento nos une, la comunión nos mantiene, la comunicación nos acerca, el espíritu nos congrega. Todos estos elementos confluyen para darle consistencia y vida a la institución. El consentimiento habla de libertad y entusiasmo: sí, quiero, me embarco, me entusiasma el proyecto. La comunión es unidad de propósito, conciencia de estar en lo mismo. La comunicación nos aclara, nos recuerda quiénes somos. El espíritu nos otorga identidad, estilo de vida. Una delicada mixtura portadora de armonía, confluencia de talentos orientados a dar cabal cumplimiento a la misión externa e interna de la institución.
Una empresa que desea conservar su alma -y no sólo funcionar con un exoesqueleto- requiere fervor. A las tareas bien hechas, las acompaña, también, un corazón vibrante, ilusionado, alegre. Cuando se está identificado con la misión de una empresa de esta naturaleza, el trabajo adquiere un matiz épico: se está embarcado en el proyecto. Es una travesía lo que nos aguarda. En cambio, cuando el espíritu decae, crecen inconmensurablemente los sistemas formales. Los procesos se tornan impersonales. Todo funciona, hay resultados, pero escasea la alegría. La tristeza, la decepción son indicadores alarmantes del alma languideciente de la institución.
¿Será, entonces, que una organización con alma esté condenada a la inmovilidad? No, espíritu y tiempo se retroalimentan, pues en la historia se actualiza la identidad organizacional. Se modernizan edificios y sistemas, la innovación y las nuevas tecnologías se hacen presentes. Se recrean los modos de hacer, se enriquecen los modos de ser. Es, precisamente, el alma de la empresa la que da cabida a lo nuevo en el tronco vital de la institución. Y hay que decirlo, el espíritu no está en las máquinas ni en los sistemas, está en las personas. Son las relaciones interpersonales las que mantienen viva a una empresa: la presencialidad es esencial. Relaciones cálidas, cercanas, hondas a través de las cuales se transmite el espíritu. Cuando falta este calor vital, sobreviene la muerte. Una empresa sin alma sobrecoge por su frialdad.
Alice Von Hildebrand (1923) -filósofa y esposa de Dietrich Von Hildebrand- ha escrito el libro “La noche oscura del cuerpo” (Ediciones Cristiandad, 2020) para iluminar la dimensión íntima de la corporalidad personal. Es un libro en diálogo crítico con la obra de Christopher West sobre la realidad de la sexualidad humana. Para Alice Von Hildebrand, la propuesta de este autor carece de la reverencia adecuada que debe rodear a las manifestaciones de la intimidad corporal. En una glosa sugestiva a los aportes sobre la sexualidad que Dietrich Von Hildebrand desarrolló en sus múltiples escritos, la autora afirma la claridad de la antropología cristiana sobre el cuerpo muy distante de un cierto puritanismo pasado. Y, en efecto, la teología del cuerpo de San Juan Pablo II es una buena muestra de esta riqueza conceptual.
El libro me ha sugerido otras reflexiones sobre la corporalidad, precisamente, en esta situación de confinamiento que vivimos desde el año pasado. Al respecto, Yuval Levin, en una entrevista aparecida en Public Discurse el 1 de mayo, menciona que esta pandemia ha fortalecido muchísimo la “comunicación” -tráfico de información-, pero ha empobrecido la “comunión”, es decir, el cultivo de las relaciones interpersonales en lo que tienen de presencia corporal.
Para aprender a ser personas y desarrollarnos como tales requerimos de un plexo de espacios y tiempos. La corporalidad no es un simple estuche o carcasa para portar el espíritu. Las expresiones en uso “tenemos cuerpo” o “somos cuerpo” no acaban de revelarnos la naturaleza de nuestra corporalidad personal. No se “tiene” cuerpo como se “tiene” ropa, no es un asunto de quita y pon. Tampoco nos reducimos a ser sólo cuerpo. El ser personal espiritualiza nuestras tendencias corporales y, aunque es verdad que somos capaces de placeres intensos teniendo el corazón frío (Alice Von Hildebrand), también es verdad que somos conscientes del vacío existencial en el que podemos quedar cuando reducimos la vida a sólo experiencias corporales de vértigo.
Es la persona en su integridad corpóreo-espiritual la que se hace presente en la relación interpersonal. La pantalla plana, la conectividad del internet, las plataformas digitales cumplen una función magnífica. Para muchas actividades, basta el ciberespacio, pero para las más propiamente humanas, requerimos del encuentro presencial. Conocerte no se agota con una búsqueda en Google y en las redes. Conocerte es verte cara a cara, oír tu voz sin mediación digital, mirar tu rostro y el brillo de tus ojos, reírnos juntos, compartir confidencias y sucesos. Es lo propio de la amistad, de las relaciones interpersonales, del aprendizaje de las virtudes. Sin cercanía personal nos quedamos sin educación sentimental. Si no podemos estar unos con otros, desaparecen las reales comunidades de práctica y se pierde el aprendizaje de las virtudes y de las competencias valorativas.
El cuerpo humano no está pensado para perderse en las noches oscuras del tiempo. No se lo pone debajo del celemín, se lo sitúa sobre el celemín para manifestar su riqueza personal en interacción con otras personas. Estamos con una persona y la miramos en su totalidad. Es su porte, su estilo, su imagen, la riqueza de su intimidad, sus ocurrencias o su seriedad. La antropología cristiana esto lo tiene claro. Un Dios que se hace carne y se queda en la hostia consagrada para que los fieles comulguen. Una vida cristiana nutrida de prácticas personales y comunitarias. Tiempo para el recogimiento personal en soledad y tiempo para ser vivido en las iglesias, cuando participamos de la Santa Misa. Le pido a Dios que termine con esta pandemia.
Hay una confusión muy frecuente en el gobierno de las organizaciones: pensar que se la está dirigiendo, cuando lo único que se hace es controlarla como quien mira el tablero del auto para comprobar que todo funciona. Con el carro, bien; con una empresa que es una comunidad de personas, es notoriamente insuficiente; incluso, puede ser contraproducente.
Para dirigir una organización hay que comprender, en primer lugar, la naturaleza de su finalidad. En Derecho distinguimos las organizaciones empresariales con fines de lucro, de las organizaciones (asociaciones civiles, fundaciones) sin fines de lucro. La naturaleza de sus fines imprime una dinámica con particularidades propias: no se dirige a una institución sin fines de lucro como si fuera una sociedad anónima. Dejaremos para otro momento la reflexión de este tema. Quiero fijarme, más bien, en la acción directiva que se ejerce en las organizaciones en general.
El buen directivo ha de poseer competencias operativas (saber hacer) y competencias de gobierno (saber obrar). Las primeras son aptitudes productivas propias de los expertos o técnicos medibles en resultados: buenas finanzas, operaciones eficientes, sistemas de control cero errores, buena cartera de clientes, óptima administración de las instalaciones. El experto lo mide todo, detecta dónde están las mermas de la cadena productiva, rediseña las áreas, reduce costos. Es un genio manejando indicadores, sabe optimizar los recursos. Los colaboradores de la empresa son, también, valorados como “recursos”.
Sin técnicos no hay línea azul en la organización, pero ésta no se reduce a ser una máquina de producir soles o dólares. Dirigir una empresa requiere de más competencias, son las propias del gobernante, del directivo que sabe hacer cosas y que toma decisiones prudentes. Su mirada no es unilateral, su visión es holística: ancha, alta y profunda. El gobernante tiene la capacidad de manejar un plexo grande de variables que combinan la viabilidad económica de la empresa cuanto su consistencia interna. Le importa el presente y el futuro de la organización. Sabe que la misión interna (con su gente) como la misión externa (sus clientes) de la empresa se sostienen mutuamente, no puede traicionar a ninguna de ellas en la toma de decisiones.
En tiempos de pandemia como los que ahora vivimos, rodeados de incertidumbre, fragilidad económica y miedos, lo que más necesitamos es gobernantes en la empresa, cuyos expertos estén bajo su mando. La primera palabra de la marcha de la empresa la tiene el técnico, pero la última la debe conservar el gobernante, pues él lleva el pulso real de los entresijos de la organización. El gobernante no sólo oye el agua que gotea y se desperdicia, escucha, asimismo, el latir del corazón de su gente, sus expectativas, sus miedos, sus ilusiones.
Cuando llega la crisis económica, el experto hace bien en decir dónde hay que cortar, pero es el gobernante quien estudiará, prudencialmente, la conveniencia del corte. La palabra del experto es un dictamen, no cabe duda, pero no es una decisión. Esta última le compete al gobernante, quien examinará la pertinencia del consejo y la oportunidad de su ejecución. El gobernante obra en conciencia, los informes de sus expertos ilustran su decisión, le ayudan a deliberar, tomando la decisión que se ajuste mejor a la naturaleza íntima de su organización.
¿Un experto puede ser un gobernante? Sí, siempre y cuando tenga, igualmente, las competencias del gobernante. Los consultores externos suelen ser magníficos expertos, pero ay de la empresa cuyos gobernantes abdican sus competencias de dirección en los dictámenes de los expertos. El experto tiene muy buena ciencia. El gobernante tiene, además, sabiduría. Ciencia y sabiduría son necesarias. Quién solo tiene ciencia es un buen tecnócrata, pero un mal gobernante.
¿De que le sirve a una organización tener la línea azul de resultados si pierde el alma? Dado que una empresa no es un conglomerado de recursos que hay que optimizar, sino una comunidad de personas, la última palabra la debe tener el gobernante, no el experto.
Sylvain Tesson ha escrito un entretenido libro titulado “Un verano con Homero” (2019). Lo he leído a sorbos y no de un tirón en este gélido invierno limeño. Lectura amena, en capítulos y párrafos cortos recreando los personajes, dramas, tragedias, paisajes de “La Ilíada” y “La Odisea”. Un libro atento al canto de Homero, salpicado de sugestivos comentarios por parte de Tesson quien ve, en los textos griegos y sus actores, las constantes de la condición humana: honor, excelencia, fragilidad, fuerza, furia, piedad, libertad, destino.
La lectura de Homero y de las tragedias griegas me fascinaron desde mi época de colegial. Vuelvo a ellas con frecuencia. La combinación de mitos e historia, el dramatismo de las narraciones, la cercanía de hombres y dioses, las escenas de grandeza y miseria humana, ilustran e iluminan la narrativa humana de nuestro tiempo en sus raíces. Tesson nos hace conversar -sin pretensiones eruditas- con los héroes mitológicos. Vemos la furia de Aquiles, la grandeza de ánimo de Héctor, el ingenio de Ulises, el alma desgarrada de Andrómaca, esposa de Héctor a quien se dirige con estas dolorosas palabras: “¡Desgraciado! Te habrá de perder tu valor. No te apiadas de tu hijo tan tierno y tampoco de mí, ¡oh desdichada!, viuda pronto porque los aqueos te habrán de dar muerte”.
Dice Tesson que “dentro de mil años seguiremos leyendo a Homero. Y hoy encontraremos en el poema la forma de entender las mutaciones que agitan nuestro mundo en estos inicios del siglo XXI. Lo que dicen Aquiles, Héctor y Ulises nos permite esclarecer de forma anticipada los análisis de los expertos, esos técnicos de lo incomprensible que enmascaran su ignorancia en la bruma de la complejidad. Homero, en cambio, se contenta con exhumar las constantes del alma”. Sin ánimo de poner en el mismo costal a todos los expertos, coincido con Tesson en que hay asuntos demasiado sustanciales y vitales como para dejarlos en las manos de los técnicos. Uno de ellos es la condición humana en lectura distendida de la Ilíada y la Odisea.
La lectura de Tesson sobre los poemas homéricos es vivaz. Desliza, como es de esperar, sus opiniones sobre la actualidad. No hace falta estar de acuerdo con todo lo que sostiene. En cambio, en sus anotaciones sobre la naturaleza humana es clásico: “creo en la invariabilidad del hombre” dice el autor. Después de 2500 años de la guerra de Troya, podemos seguir leyendo con gozo y asombro a Homero. En tiempos como los que vivimos, corriendo de un lado para otro, muchas veces sin norte claro; volver a Homero es recuperar la memoria de lo que somos: una caña pensante, de cuya fragilidad partimos para llegar a cumbres de excelencia afirmando libremente nuestro ser.
Francisco Bobadilla Rodríguez
Lima, 22 de septiembre de 2019.
Hay libros que consiguen expandir el alma, “De Homero a Kafka. 75 clásicos para una geografía del alma” (2018), de Rafael Gómez Pérez es uno de ellos. De cada clásico va un pequeño texto cargado de sabiduría y un comentario breve, suficiente. Son fogonazos de luz que iluminan la geografía del alma. Texto y pausa. Misterio y meditación. Homero, Sófocles, Cicerón, Cervantes, Quevedo, Pascal, Hölderlin, Chesterton, Eliot, Kafka acuden a las páginas del libro. Son apenas gotitas de buena literatura que alegran el alma del lector. Seriedad, unas veces; ingenio, otras; flaquezas y grandezas de la condición humana.
Leo a Gómez Pérez (1935) desde mi época universitaria. Rafael es un fino y culto humanista. Todo lo humano lo convoca y ha recorrido la narrativa, la historia, el ensayo, la filosofía, la política. Pertenece a la estirpe de los intelectuales, atentos al acontecer de los tiempos. Lo he conocido en su madurez, hemos conversado de lo humano y divino en su casa o un bar madrileño, al calor del café o del chocolate. Congeniamos y, sin duda, por eso me resulta tan connatural la selección realizada de autores y textos.
De Cervantes rescata este lindo pasaje del Quijote: “Unos van por el ancho campo de la ambición soberbia; otros, por el de la adulación servil y baja; otros, por el de la hipocresía engañosa, y algunos, por el de la verdadera religión; pero yo, inclinado de mi estrella, voy por la angosta senda de la caballería andante, por cuyo ejercicio desprecio la hacienda, pero no la honra. Yo he satisfecho agravios, enderezado tuertos, castigado insolencias, vencido gigantes y atropellado vestiglos; yo soy enamorado, no más de porque es forzoso que los caballeros andantes lo sean; y, siéndolo, no soy de los enamorados viciosos, sino de los platónicos continentes. Mis intenciones siempre las enderezo a buenos fines, que son de hacer bien a todos y mal a ninguno; si el que esto entiende, si el que esto obra, si el que desto trata merece ser llamado bobo, díganlo vuestras grandezas, duque y duquesa excelentes”.
Caballerosidad, hombría de bien, nobleza de espíritu… Qué de cosas bellas y buenas se pueden decir de don Quijote, uno de mis personajes más queridos y tanto más, cuanto más desesperadas son sus aventuras. Y es que sin grandeza de ánimo, sin la disposición de hacer el bien y evitar el mal, la experiencia humana se empequeñece. No se puede vivir sanamente sin estas locuras del caballero andante. El cálculo, la seguridad le dan certeza a la vida, desde luego; pero la sola certeza acaba asfixiando el espíritu. No solo de pan vive el hombre.
T. S. Eliot aparece, brevemente, en el libro con unos versos de sus Cuartetos: “La única sabiduría que podemos esperar adquirir/ es la de la humildad: la humildad no termina nunca”. A lo que Gómez Pérez apunta: “Una cosa son los saberes y otra la sabiduría. La única que podemos esperar adquirir (no adquirirla sin más, sino esperar adquirir) es la humildad (…) Pero, a su vez, esa humildad no tiene fin (…) La humildad es la continua disposición de no pensarse superior a nadie”.
El mapa de la geografía del alma se queda corto. Podemos decir mucho de ella y aún así quedan fuera del mapa tantos de sus entresijos. Nos queda, sin embargo, el asombro y el buen sabor de estas lecturas que nos ayudan a caminar entre asombro y asombro.
Francisco Bobadilla Rodríguez
Lima, 17 de Junio de 2019