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Robert Hugh Benson (1871-1914) fue un sacerdote católico, converso del anglicanismo. Un hombre de letras: novelista, dramaturgo, ensayista. Su novela “El Señor del mundo” es una de las tres grandes distopías del siglo XX, junto a “Mundo feliz” de Huxley y “1984” de Orwell. Cuenta su conversión al catolicismo, ocurrida en 1903, en “Confesiones de un converso”. Un libro breve que me ha resultado, especialmente, esclarecedor para tener una idea más cercana del talante espiritual de Benson. Acompañémosle en su narración.
Su conocimiento de Dios, en un inicio, es más bien frío y distante. Dice: “no creo haber amado a Dios conscientemente, pero al menos no me asustaba en Su presencia ni me aterraba la amenaza del infierno. Le aceptaba fríamente como a una Presencia y Autoridad Paternas. Aprendí más de nuestro Señor a través de los Evangelios que gracias a una experiencia espiritual, y cuando pensaba en Él, le situaba en el pasado y en el futuro, pero muy pocas veces en el presente”. Sabía de Dios, pero no lo había tocado aún.
Se ordena como sacerdote anglicano. En su práctica pastoral e ideas se orienta hacia la “High Church” anglicana. No acaba de encontrarse cómodo doctrinalmente. Empiezan sus dudas. Lee y estudia. No le basta la cabeza y se da cuenta que “el rompecabezas que Dios le había planteado constaba de unas piezas que necesitaban para su solución –además de la cabeza- el corazón, intuición y la imaginación”. La intranquilidad se hace cada vez más acuciante, su alma sufre y anota: “cuando un alma alcanza el punto culminante de un conflicto, deja de ser lógica; se convierte, más bien, en algo muy delicado, muy sensible, con todas sus fibras en agónica tensión, que se contrae ante el más ligero roce y desea refugiarse únicamente en las manos que fueron taladradas”.
Sabe lo que se está jugando y pone toda la carne en el asador. No se refugia en su verdad, busca la verdad. Valentía y sinceridad se dan la mano y escribe: “yo no quería ir por un camino tras otro, según mis deseos: quería saber cuál era el camino que Dios deseaba que recorriera. No quería ser libre para dar la espalda a la verdad; quería una verdad que me hiciera libre. No ansiaba los espaciosos caminos placenteros, sino el angosto Camino que es Verdad y Vida. Y para todas esas cosas mi antigua Iglesia no me servía de ayuda”.
Los meses previos a su conversión son densos. Busca a sus amigos, recibe consejos, estudia más y, finalmente, es recibido en la Iglesia Católica. Me conmueve su sinceridad. Lo cuenta así: “creo que nadie habrá entrado en la Ciudad de Dios con menos emoción que yo. Me sentía totalmente insensible: ni alegría, ni tristeza, ni temor ni ilusión. Allí estaba la verdad, tan lejana como una cumbre helada, y yo tenía que abrazarla. Nunca, ni por un instante, dudé de ella, ni –es innecesario decirlo- he dudado desde entonces. Yo intentaba reprocharme mi frialdad, pero fracasaba. Pasaba del brillo de la luz artificial, del calor, la claridad y la amistad, a la pálida luz de la fría y monótona certeza. Estaba completamente seguro, pero indiferente. (…). Debo confesar que este estado de ánimo duró no sólo durante mi recepción y mi Primera Comunión, sino a lo largo de algunos meses más”. Ni arrebatos místicos, ni cantos angélicos; eso sí, una Fe fuerte, aunque de tono mate.
Descubre pronto los misteriosos caminos de Dios y la incapacidad humana para ver con absoluta claridad la presencia divina. Nos movemos como a tientas. “Por una parte, es verdad que el alma debe estar siempre buscando, contemplando a través de la oscuridad a Dios que se esconde; recordando siempre que lo Infinito trasciende lo finito y que un cierto no acabar de entender debe ser un elemento de todo credo; es como si la ascensión de este mundo al otro discurriera entre tinieblas. La luz que brilla a través de las vidrieras y de las esculpidas tracerías basta para caminar”. Sin la luz de la Fe, la media luz del alma se convertiría en tinieblas. “Dios se da a conocer en el silencio por medio de los misterios que Él mismo proclama”.
Así transcurre la existencia humana y así la experimentó Robert Benson en el peregrinaje de su conversión. “A un lado, la sed, el deseo y la inquietud; al otro, el sosiego y la paz. No hay un instinto sin su objetivo; ni estanque sin el reflejo del sol, ni un punto de la afeada tierra que no tenga un cielo para sí. Y, a través de toda esa desolación, Él, en Su infinita bondad, -afirma Benson- me llevó al lugar donde Jerusalén descendió del cielo y que es la madre de todos nosotros”.
Inquietud, serenidad y plenitud diría Víctor Andrés Belaunde. Es la historia de Benson y la historia de todo buscador de la Verdad. Aspiramos a la plenitud expuesta de continuo a la inquietud y el sosiego. Unas veces, lo vemos todo con claridad; otras veces, la neblina se hace espesa. Con la Fe percibimos la presencia de Dios envuelta por su silencio.
Lima, 27 de octubre de 2019.