Etiquetas
Agelio es un joven romano, arrendatario de una buena parcela en donde cultiva vid y cría animales domésticos. Es un cristiano del siglo III, vive en Sicca una ciudad romana en el Norte de África. Su padre, viejo soldado romano se hizo cristiano. Su madre, que aún vive, en cambio es pagana y practica la hechicería. En Sicca, “el pecado fermentaba a pleno sol, campaba por todas partes, como una serpiente o un leopardo, sin que el cielo ni la tierra pusieran freno a tanta degradación. En medio de toda esa inimaginable impureza tuvieron que vivir los primeros cristianos. A través de ella, sin tomar parte en ella, está pasando ahora Agelio, que tiene la suerte de vivir en el campo”.
Agelio es uno de los personajes de la novela “Calixta” escrita por San John Henry Newman (Encuentro, 2010). Vive en los tiempos en el que los cristianos eran considerados “traidores no por ser cristianos, sino por no querer sacrificar a los dioses de Roma”. Tiempos difíciles en los que creer y vivir según su fe significaba, en temporadas de persecución, jugarse la vida. A esta tensión, se sumaba la natural crisis existencial del confinamiento. “En su casa, solo; entre la gente, también solo. Necesitaba encontrar algún corazón que vibrara con el suyo, igualdad de sentimientos, amigos con quienes compartir alegrías y dolores, alguien a quien pedir consejo, alguien que pensara como él, que le pudiera entender. Necesitaba también alguien que no pensara como él, y le estimulara e hiciera reaccionar”.
Un corazón que vibre con el suyo añoraba Agelio. Contar con amigos que estén en la misma longitud de onda que la suya. Tener alguien a quien acudir para pedir consejo o llorar. Alguien que pueda ayudarle a encontrar respuestas a las muchas preguntas que solemos hacernos los seres humanos. Alguien, asimismo, que lo guapee cuando haga falta, le traiga de vuelta cuando yerre el camino o le abra horizontes insospechados de crecimiento personal. Allí no terminaba su inquietud, buscaba, también, alguien que comprendiera sus sentimientos, “con quien hablar a gusto y entenderse, cambiar impresiones, discutir asuntos, expresar y sentir afecto”.
Estamos tan metidos, en ocasiones, en nuestras cosas, trabajos, afanes, preocupaciones, éxitos, fracasos que ignoramos a quienes están nuestro lado. Podemos acorazarnos, encapsular el corazón y vivir como inmunes a la expansión afectiva. Olvidamos que, en la vida de relación, mi tiempo no es sólo mi tiempo; hay un tiempo que es “nuestro”. Sin quererlo, nos hemos convertido en espectadores fríos de los amigos, familiares y dejamos de ver su corazón expectante, necesitado de cariño, compañía, comprensión. Es el momento de salir de este ensimismamiento y esponjar el corazón. Los chistes nos pueden hacer reír, pero es el bien que hacemos al prójimo lo que nos inunda de alegría el alma.
Calixta es el otro personaje de la novela. “Yo soy hija de Grecia -dice- y no tengo otra felicidad que la de mi tierra y mi raza maravillosa. Me siento satisfecha, resignada, orgullosa con esa felicidad. Viviré y moriré donde he nacido. Soy un árbol que no se puede trasplantar. (…). No puedo vivir sin sentir el orgullo intelectual, la rebeldía de la razón o la voz y los ojos del genio; y necesito un corazón que lata apasionadamente. No puedo vivir sin eso que los cristianos llamáis pecado. Déjame -le dice al obispo Cecilio-, seré como la naturaleza me ha hecho”.
Pero, Calixta es mucho Calixta. Encuentra halagos, éxitos y placeres, pero no amor. Los dioses que la rodean, cuyas estatuas ella confecciona no le dicen nada. “Adorar a un ser que no nos habla, que no nos conoce, que no nos ama, eso no es una religión -concluye Calixta- (…) Su instinto le decía que religión es la respuesta del alma a un Dios que se interesa por esa alma. O había una relación de amor, o todo eran palabras”. Sin pretenderlo, en medio de las persecuciones, Calixta descubre al Dios cristiano. “Comprendió que existía una belleza más alta que el orden y la armonía del mundo, y una paz y un descanso más profundos que el que podían proporcionar la inteligencia o los sentimientos más puros. Empezaba a entender esa tranquilidad extraña, de fuera de este mundo, que tanto la había impresionado en Quione, en Agelio, en Cecilio. Comprendió que estaban como desprendidos de la tierra, no porque carecieran de los bienes del mundo o del gusto por ellos, sino porque tenían otros bienes más altos, que amaban sobre todas las cosas”.
El gobierno imperial de entonces decidió acabar con el cristianismo, porque consideraba que “minaba las fuerzas vitales del Estado. Uno de los dos tenía que morir, o Roma o esa sociedad opuesta a la ley”. Agelio sobrevivió, la bella Calixta murió mártir como muchos más. La Roma imperial ya no existe: la sangre de los mártires es semilla de cristianos.
Francisco Bobadilla Rodríguez
Lima, 29 de marzo de 2021.