“Ser humano es un arte, afirma Rob Riemen (El arte de ser humanos. Cuatro estudios. Taurus, 2023). No es ciencia. Si fuera ciencia, tendríamos definiciones aceptadas, teorías confirmadas, respuestas unívocas, protocolos y manuales para la vida” (p. 14). Y en tanto que arte, llegar a ser humano tiene mucho de sabiduría, experiencia, aciertos, fracasos. No es, desde luego, ir por la vida al tuntún, pero tiene bastante de lo que aseveró San Pablo cuando señala que “ahora vemos como en un espejo, borrosamente; entonces veremos cara a cara” (1 Cor. 13, 12). Por eso, aun cuando llevemos siglos intentando conocer quién es el ser humano, en esta asignatura seguimos siendo aprendices de mago. Riemen se suma a estos intentos de iluminar la condición humana.
En este libro, nuestro autor ofrece nuevas pinceladas a lo que es el leitmotiv de sus escritos y del Nexus Institute: cultivar la nobleza de espíritu. Son cuatro estudios los que presenta. En el primero de ellos ofrece sus reflexiones a propósito de una carta que recibe de México. Un grupo de universitarios le solicitan reflexionar sobre los fundamentos de la existencia humana. Para este propósito medita sobre quiénes han sido nuestros educadores y formadores. Acude a su propia historia familiar y concluye que “ser humano es un arte que comienza con la bendición del recuerdo del amor que te dieron” (p. 75). Y, efectivamente, es una bendición, un regalo, un don gratuito haber vivido en una comunidad de amor. Un don que le fue ajeno, por ejemplo, a Albert Camus, quien recordando su infancia anota: “Nosotros no sabíamos amar. Infancia pobre. Vida sin amor (no sin goces). La madre no es una fuente de amor. A partir de entonces, lo más largo en el mundo es aprender a amar. (Carnet 3, p. 271)”. Confesión de Camus que, desde que la leí hace muchos años, aún me sigue rondando la cabeza y el corazón.
En el segundo estudio desfilan Weber, Kahler, Musil, Mann, hilvanados por el deseo de comprender su tiempo, salvar la razón y al ser humano de los monstruos creados por la razón banalizada. Nuestro tiempo, tampoco está libre del extravío. Riemen identifica las vanas promesas de ciertas pseudoculturas. Una de ellas acentúa lo kitsch, “que nos quiere hacer creer en una vida que siempre tiene que estar a la moda y ser placentera, divertida, acelerada, sexi, fácil. Otra pseudocultura es la pragmática, la de la ciencia y la tecnología, que nos quiere hacer creer que sólo puede ser verdadero aquello que se puede comprobar empíricamente y calcular. Redes sociales y algoritmos que intentan colonizar la mente humana para devolvernos a la caverna de Platón” (pp. 164-165). Éstas y otras pseudoculturas conducen al vacío espiritual y a la desesperación. Situación que puede llevar al cinismo vital y a un nihilismo existencial sin horizonte ni esperanza.
El tercer estudio, Riemen lo dedica a la valentía y la compasión, escenificando la inquietud interior de Émile Zola cuando publica -contra viento y marea- su Yo acuso en defensa del capitán judío Alfred Dreyfus, acusado injustamente de alta traición. Ejemplos de personajes como Zola “logran que las fuerzas siniestras que siempre habitan en nuestras almas sean derrotadas por un ideal civilizatorio en el que la verdad y la justicia sean valores morales universales y fuerzas liberadoras capaces de darnos a todos la formación espiritual humanista que necesitamos” (p. 203). El cuarto estudio resalta la figura del escritor ruso Mijaíl Bulgákov y su novela El maestro y Margarita, “un relato en la tradición de la leyenda de Fausto (…). Una brillante evocación del Apocalipsis de san Juan” (p. 230).
Cuatro estudios, el mismo propósito: mostrar estilos de vida convincentes que nos enseñen el arte de ser humanos.
“Mis libros, dice Byung-Chul Han, no son repeticiones, sino variaciones”. Variaciones musicales de un mismo tema. Abordajes desde perspectivas variadas, en tono fenomenológico, tratando de mostrar la realidad plena del otro, desdibujada en el torrente de las prisas en las que solemos movernos. En su reciente libro, La tonalidad del pensamiento. Trilogía de las conferencias. Vol. I (Paidos, 2024), nos encontramos frente a una nueva variación de los temas a los que el filósofo coreano se acerca con su especial sensibilidad y agudeza.
Este libro recoge alguna de las conferencias dadas por Han. Es una simbiosis de locución hablada, más que leída, acompañada de música de Bach y fotografías del pensador durante su presentación. Los temas antropológicos que trata son dichos como en confidencia, tienen más sabor a tertulia que a conferencia o, como lo señala él mismo, tienen más forma de predicación que de discurso. Pica aquí y allá, como abeja que salta de una flor a otra. Un estilo que me ha resultado agradable; con muchas coincidencias y, también, alguna diferencia en sus propuestas.
Dice: “En mi jardín siento, por encima de todo, una profunda paz, una fuerza profunda y redentora, trascendencia, majestuosidad. El jardín ha hecho que vuelva a ser muy creyente. En su momento pensé que la verdadera biología es una teología. Ahora pienso que Dios le ha regalado flores al ser humano para aliviar un poco su irrefrenable violencia”. Han, ciertamente, tiene un jardín en su casa y tiene mucho de jardinero en su forma de mirar la realidad: siembra, cuida, poda, contempla, espera. Un jardinero no se separa de su jardín y, por eso, dice que él viaja poco.
Esta actitud de espera, propia de un agricultor, le lleva a pensar la virtud de la esperanza en términos de lo que “aún no llega” y abierto a la sorpresa del advenimiento de lo nuevo, de aquello que aparece y entra en escena sin mediar cálculo alguno. Esperanza y futuro van de la mano. La planificación, el algoritmo, en cambio viven del control, enjaulan al futuro y acaba con “ya todo está escrito” como cínicamente lo dice Gabriel, el personaje de la película Misión imposible VII, para quien la inteligencia artificial lee y mide milimétricamente el destino de todas las personas. La esperanza, en cambio, escapa a los algoritmos y a las hojas Excel.
Vuelve Han a su crítica del capitalismo del rendimiento orientado al consumismo, a los logros, al bienestar material. Una cultura que privilegia la competencia hasta la extenuación, señala deadlines, fija resultados, acumula cosas; pero que, en tantos casos, ha perdido la sabiduría de la vida. Estamos juntos, mas no estamos en comunión. Muchos resultados y, en cambio, pocos vínculos interpersonales. “El sujeto neoliberal -señala Han- como empresario de sí mismo no es capaz de establecer con los demás, relaciones que estén libres de propósito [qué saco, qué gano]. Entre los empresarios de sí mismos tampoco puede surgir una amistad libre de propósito. Sin embargo, en origen ser libre significa «estar entre amigos»: en indoeuropeo, las palabras libertad y amigo poseen la misma raíz. En esencia, la libertad es una palabra relacional. Solo es posible sentirse verdaderamente libre dentro de una relación lograda. El aislamiento completo al que nos conduce el régimen liberal no nos hace libres de verdad. La libertad es sinónimo de comunidad lograda”. La libertad se teje con otros, no en soledad.
Han, en otras ocasiones, se ha referido -con acierto- a la necesidad de la pausa, a gozar del aroma del tiempo, a detenerse y contemplar la hondura de la realidad. En esta ocasión señala que “la fiesta interrumpe el trabajo. El trabajo desconecta y aísla a las personas. (…) Participar en la creación, tornarse divino, formar parte de la divinidad: esa es la esencia de la fiesta, la esencia de la celebración. La vida actual, colonizada en su totalidad por la producción, es una atrofia absoluta de la vida. Tenemos que admitir de una vez por todas que hemos perdido esa existencia divina, esa trascendencia. La fiesta es lo contrario de la producción y del trabajo. La fiesta tiene más de derroche que de producción”.
En este aspecto del trabajo, me parece que Han carga las tintas y se queda estancado en la dimensión patológica del trabajo. No mira al trabajo como un ámbito en el que el que emergen dimensiones esenciales de la condición humana. Aunque el trabajo puede llegar a ser alienante para el ser humano, sin embargo, su trascendencia supera esta limitación. Han no acaba de ver el valor humanizador que tiene el trabajo, se queda en las anomalías de una forma de ver la organización económica y empresarial y pierde la vista del valor del trabajo señalado en sus mismos orígenes creacionales: el ser humano ha sido puesto en la creación ut operaretur, para que trabaje. Es decir, el trabajo no es una maldición, aún cuando en la historia de la humanidad y en la actual sociedad contemporánea a los seres humanos no nos salga la plana derecha.
El libro, en suma, es sugestivo. Han es un filósofo que invita a meditar. Su filosofía encarnada, el tono musical de su pensamiento es siempre una grata llamada a detenerse en las dimensiones esenciales de la condición humana.
Tratar de entender nuestro tiempo es un asunto de gran envergadura. Las perspectivas son múltiples. La propuesta de Alexandre Havard (7 profetas. Un análisis de la crisis mundial. EUNSA, 2023) es sencilla y toma posición. Su ensayo no pretende ser exhaustivo. Es una mirada a vuelo de pájaro, la suficiente para dar noticia de su planteamiento que tiene una impronta humanista y trascendente, en donde Dios cuenta. Algunos de sus énfasis pueden ser desproporcionados, pero no restan claridad a su discurso. Es un ensayo que invita a pensar. Cada lector puede elaborar sus propias reflexiones.
Descartes (1596-1650), Rousseau (1778-1778) y Nietzsche (1844-1900) son los notarios y diseñadores de las líneas de fuerza configuradoras de la modernidad, cuya mochila lastra, en gran medida, sus logros. De otro lado están los pensadores críticos de los rumbos que ésta ha tomado. Son faros iluminadores de los espacios dejados en penumbra e invitan a recuperar las estancias humanas y divinas preteridas por la modernidad. Están Pascal (1623-1662), Kierkegaard (1813-1855), Dostoyevski (1821-1881) y Soloviev (1853-1900). Siete profetas, todos ellos, viejos conocidos.
La claridad analítica de Descartes es paradigmática. La racionalidad con la que piensa la realidad deshace el ripio que suele encontrarse en la complejidad humana. El problema es que lo humano no queda agotado por el cogito. Hace falta, también, tener en cuenta el espíritu de fineza al que se refirió Pascal, pues el solo espíritu de geometría no sabe dar razón de las razones del corazón. Éste no es una caja negra, ni es un nido de víboras al que haya que recluir en el sótano de la vida. Buscar la integridad de la persona, en donde cabeza y corazón se entrelacen es un cometido para el que Pascal en sus Pensamientos ofrece agudas observaciones -amables y exigentes, a la vez- para la vida buena.
Al racionalismo seco de la modernidad, Rousseau agrega la dimensión afectiva de la condición humana, no sin antes criticar el racionalismo ilustrado. Lo suyo, es más bien, exaltar los sentimientos, con una alta cuota de “buenismo”, presentando una versión angelical del ser humano: el hombre es bueno por naturaleza, la sociedad lo corrompe. Nada de pecado original, ni de tendencias maliciosas, sólo un caudal límpido de emociones, sentimientos y pasiones; perfectamente compatible con el funcionalismo racional de la sociedad que Alasdair MacIntyre ha descrito con mucho tino. Este emotivismo libertario, al que conduce el sentimentalismo de Rousseau, cada cierto tiempo libera al individuo -oprimido por las cadenas jurídicas del Leviatán estatal hobbesiano- de las normas y vínculos jurídicos asumidos como ciudadano, para volver a ser el buen salvaje individualista (divorcio express, aborto pro choice…).
En contrapunto con el sentimentalismo roussoniano está la existencia auténtica de Kierkegaard. Él es consciente del reduccionismo racionalista de su tiempo (Hegel) y, también, del reduccionismo sentimental o estético que dan una imagen limitada de la existencia humana. La autenticidad del ser humano es mucho más. Tiene la profundidad del estado ético, en donde el bien y el mal, los deberes, el sentido de la responsabilidad son categorías determinantes de la existencia. Asimismo, tiene la altura del estado religioso, por el que el caballero de la fe -sin seguridad intelectual suficiente- es capaz de esperar contra toda esperanza. Vivir según Kierkegaard, dice Havard, es evitar disolverse en el anonimato, rechazar toda forma de totalitarismo y tomar decisiones conscientes, libres y resueltas.
Nietzsche es la rebeldía pura frente a todo lo que quiera superar al hombre. Prometeo y Dionisio se quedan cortos frente a las pretensiones del superhombre. Barre de un plumazo a Dios, el cristianismo y cualquier valor inspirado en ellos. Su voluntarismo es avasallador. Su vida tiene mucho de tragedia y su pensamiento llega al nihilismo. “Aunque Nietzsche menciona repetidas veces Crimen y castigo de Dostoyevski -anota Havard-, Raskólnikov y el superhombre son naturalezas muy diferentes, se encuentran casi en las antípodas uno del otro (…). El superhombre de Nietzsche no es el Raskólnikov, sino el Pyotr Verjovenski de Los demonios (1872), quien predica el hombre-dios. Éste no tiene dudas ni remordimientos. Tiene el poder de hacer cualquier cosa, incluso lo inimaginable. El Zaratustra, en el que Nietzsche elabora la figura del superhombre, tiene los rasgos con los que Dostoyevski caracteriza al hombre-dios (cf. p. 154). Frente a los arrebatos de grandeza vertiginosa y nihilismo disolvente de Nietzsche, está la pasión por el ser humano, en su fragilidad y dignidad, quien no deja de ser imagen y semejanza de Dios, tal como lo encontramos en las densas páginas de Dostoyevski.
Termina Havard su ensayo con Soloviev. Conocía su Breve relato del Anticristo y poco más. Un pensador fascinante en el que obra y vida se funden. Un buscador continuo de la unidad, de las verdades encarnadas, de aquellas que muerden carne. De hondo misticismo y pensamiento original para quien “la esencia del cristianismo es la transformación del mundo y de la humanidad en el espíritu de Cristo. Esta transformación es un proceso lento y complejo. El Reino de Dios es un árbol que crece, un fruto que madura, una masa que se hincha” (p. 185). “Vivir según Soloviev es practicar la unidad de vida, divinizar todos los aspectos de la existencia humana, santificar el mundo imbuyéndolo del espíritu cristiano, construir el Reino de Dios en el corazón mismo de la sociedad” (p. 188).
El ensayo de Havard es como colocarse en uno de los miradores de la Costa Verde de Miraflores: no sé ve todo el Océano Pacífico, pero se ve bastante, sabiendo que allí donde termina el horizonte de nuestra vista, comienza un mar mucho más inmenso abierto a la exploración y la reflexión.
Me llamó gratamente la atención la edición en español de la obra teatral de Karol Wojtyla, Jeremías (Didaskalos, 2023), al cuidado de la profesora Carmen Álvarez Alonso, quien escribe el largo y enjundioso estudio preliminar de esta obra de juventud de Wojtyla, escrita a sus 20 años, en 1940. Conocía la obra de teatro El taller del orfebre y parte de su poesía, la traducida al español. Esta obra de juventud pone de manifiesto la entraña artística de quien será San Juan Pablo II en donde relucen tantos de los temas que acompañarán su labor intelectual y pastoral: la verdad con minúscula y mayúscula, la identidad cultural y espiritual de los pueblos, el patriotismo, el hondo sentido cristiano de la vida, la esperanza que acompaña los gozos y pesares de los seres humanos.
Jeremías, el profeta del Antiguo Testamento, alza la voz en nombre de Dios para decirle al pueblo de Israel que vuelva al Camino y cumpla la Ley. Los falsos dioses, los Baales e ídolos a los que se han volcado las élites gobernantes y el pueblo judío son una clara ruptura de la Alianza. Jeremías anuncia que el éxito y prosperidad de la que en ese momento gozan es flor de un día: todo se esfumará y será destruido por los invasores. Profecía que, efectivamente, se cumple cuando Jerusalén cae y el pueblo es desterrado a Babilonia.
Wojtyla toma pie de Jeremías para meditar la caída del pueblo polaco bajo la opresión de los nazis y, luego, de los soviéticos. La “despolonización” a la que son sometidos por los invasores requiere de memoria y de valor para no perder la conciencia de patria, forjada a lo largo de siglos y que le dio a Polonia su identidad cultural, histórica y espiritual. El cristianismo polaco no es un barniz externo, sino que es un constitutivo de su identidad nacional. Wojtyla, por eso, coloca como personajes al general polaco Stalislaw Zolkiewski, quien falleció en la batalla de Cecora contra las fuerzas otomanas. El otro personaje importante es el Padre Pedro quien sabe que no bastan las palabras si no están acompañadas del poder transformador del Espíritu: “No bastan las palabras, no bastan las palabras. ¡Hay que avivar los corazones, que ardan! Hay que surcarlos como un arado -quede cortada la maleza- quede arrancada la cizaña” (p. 137).
Volver a la fuente del agua viva pide Jeremías a su pueblo: “¿dónde está la fuente que mana sin cesar, en medio de este pueblo, en Israel? ¡Primero debéis los ojos lavar! ¡Primero debéis los ojos lavar! -y quedar puros como el cristal, no en el adulterio, no en la mentira, sino en la Verdad ante Jahvé. En la Verdad está la Libertad y el Esplendor- En la mentira a la esclavitud váis” (p. 153). “La Verdad os hará libres”, está expresión del Evangelio, Wojtyla lo tiene muy claro. No es sólo para el ámbito personal, lo es, también, para el espacio público. Qué importante volver a meditar e inflamar el corazón con este clamor: proclamar la verdad, ser verdaderos. Acostumbrarnos a la mentira en el espacio público, ya sea en la política, la economía o la empresa, es de muy baja ley. La mentira paga muy mal y carcome la convivencia humana: no hay familia, ciudad o país que resista el poder disolvente de la mentira y engaño.
Dice el Padre Pedro: “¡¿Son éstos los hermanos?! ¿Cómo puede ir bien una familia, cómo puede ir bien, si es tan fácil que un hermano mate a otro hermano? Yo lo he visto. Pero, ¿por qué? ¿por qué? Pues, por envidia, para apropiarse de todo. No es solo tuyo este país tan amado, no es solo tuya esta madre sagrada, ¡también ha de serlo para otros! ¡También para otros!” (p. 183). Basta pensar en el lamentable espectáculo de la corrupción política que nos aqueja de modo llamativo en los últimos 25 años, para darnos cuenta que en la raíz de los sobornos y dimes y diretes de unos y otros están la codicia, la envidia, la ira. Todos ellos, pecados capitales que nacen de las tinieblas del corazón. Vicios del alma que llevan a medrar en beneficio propio, olvidándose del prójimo y del bien común.
En cada tramo de esta obra de teatro de Karol Wojtyla nos encontramos con parlamentos como éstos que no dejan indiferentes al lector. Nos invitan a detenernos y meditar, nos inquietan e interpelan, pero, la vez, nos llenan de un sano optimismo, pues quien camina en la Verdad, aun cuando el camino sea estrecho, llega.
Llevo, como las series de televisión, varias temporadas en función que van desde la infancia hasta esta etapa de base sesenta denominada adulto mayor. Es probable que, a muchos, cada década de la vida nos haya supuesto algún quiebre con sus colores y aromas; risas y lágrimas; dramas y comedias; idas y vueltas. Quizá, también, haya más de un desgarrón en el corazón, pues donde está el amor, suele estar presente, también, el dolor.
En este trajinar de años, pienso en lo que decía Gabriel Marcel: “la vida no es un problema que hemos de resolver, sino un misterio que hemos de vivir”. Un problema, como los que solíamos tener en matemáticas, tiene una solución. La lógica se abre paso en la maraña de datos y el teorema, tarde o temprano, queda demostrado. Pues bien, la vida no es un problema en donde los datos encajan uno detrás de otro de tal manera que los porqués y los paraqués que nos preguntamos reciban una respuesta cabal, iluminadora de toda la existencia humana. La vida es, más bien, un misterio que hemos de recorrer dispuestos a asombrarnos, haciendo camino al andar, en una aventura acompañada que expande la mirada y ensancha el corazón para descubrir la propia misión: qué hemos de hacer, qué hemos de llegar a ser, a quién hemos de servir, a quién entregamos la vida. Van, a continuación, algunas pinceladas de este misterioso vivir:
Los quiebres de la biografía personal
No siempre el proyecto vital soñado se corresponde con la vida realizada. Enhorabuena cuando proyecto y realidad coinciden o son simétricos. Pero en no pocos casos, los proyectos se truncan por circunstancias sobrevinientes dando lugar a nuevas trayectorias. Es natural lamentarse por la pérdida del sueño de nuestra vida, pero ya no es de buena ley quedarse empantanados en el continuo lamento. No le falta razón a Tagore cuando señala que “si lloras por haber perdido el sol, las lágrimas no permitirán ver las estrellas”. Sí, nos hubiese gustado que la vida tuviera los rumbos de ensueño primaveral llenos de felicidad idílica. Hemos emprendido otros rumbos y, quizá, conviene tener en cuenta el consejo de Tagore para evitar que las lágrimas nos impidan ver la maravilla del cielo estrellado, de tal manera que encontremos las gotitas de felicidad en lo que tenemos al lado, dejando fuera la nostalgia de lo perdido. Toda cosa tiene su tiempo.
En esta misma dirección, Erik Varden cuenta que Maïti Gertanner, heroína de la Resistencia francesa, fue sometida a duras torturas que truncaron su virtuosismo en el piano a más de inhabilitarla físicamente: “el sufrimiento, para mí, no era un estado transitorio, sino una forma de ser”. Sin embargo, pese a estas limitaciones no buscadas, nació en ella una certeza: “no tenía que tener nostalgia de lo que había sido o de lo que habría podido ser. En vez de eso tenía que amar lo que era y buscar lo que debía ser”. La actitud de Maïti es admirable. No se queda empantanada en los proyectos destrozados. Asume la situación en la que se encuentra y se abre a nuevas alternativas vitales. No es simple resignación, es reconocimiento y afirmación de su ser. Vuelta a empezar, sin amargura. El camino ha de continuar y lo hace por elevación sin renunciar al amor. Es el nunc coepit (ahora comienzo) que hemos de realizar a lo largo de la biografía humana: cambios de oficio, reinvenciones de nuestras competencias, hacernos cargo de la fragilidad y vulnerabilidad de los años y tantas otras sorpresas que nos depara la vida.
Voluntad de sentido y responsabilidad
En tiempos de aguas mansas o bravas, los seres humanos buscamos un norte en la navegación de la vida. Requerimos un anclaje, estar en algo y, procuramos, asimismo, encontrar una respuesta al para qué de lo que hacemos. “No hay nada en el mundo -sostiene Frankl- que sea tan capaz de consolar a una persona de las fatigas internas o las dificultades externas como el tener el conocimiento de un deber específico, de un sentido muy concreto, no en el conjunto de su vida, sino aquí y ahora, en la situación concreta en la que se encuentra”. Para transitar con sosiego por la vida requerimos un Norte. Este punto de referencia le otorga rumbo y argumento a la existencia humana. No faltarán tramos de la vida en los que nos desorientamos y sobrevenga un estancamiento vital o un activismo errático. Ni lo uno ni lo otro llenan. Lo importante es que el Norte sigue allí como un faro encendido, señalando el camino al que se puede volver. Con Víctor Andrés Belaunde, se podría decir que estamos en un ir y venir de inquietud y serenidad, con una aspiración permanente a la plenitud.
De otro lado, ante una cierta cultura del pesimismo y de actitudes que tienden a justificar, condescendientemente, el peso de la responsabilidad de los actos propios, con Frankl podemos afirmar que los seres humanos somos capaces de autotrascendencia: ni la herencia, ni las predisposiciones, ni el entorno, ni la educación son una jaula que nos atrapa irremediablemente y nos condena a la infelicidad. “El fatalista -anota Frankl- se dice a sí mismo que darle la mano a la vida no sólo es inútil, sino completamente imposible, porque no somos libres, ni siquiera responsables, sino que somos las víctimas de la coyuntura, del entorno de las circunstancias”. A este derrotismo, Frankl plantea que existe un núcleo irreductible en la criatura humana que nos eleva para asumir la responsabilidad de las acciones benéficas o reprobables que protagonizamos sin escondernos detrás de la fatalidad de la historia: a más libertad, más responsabilidad.
Un corazón doliente
La vida tiene su dosis de fatiga. Cuántas veces nos encontramos sobregirados o agobiados por los trajines diarios o por problemas que nos jalonean de aquí para allá. Son situaciones que nos descolocan y no damos para más. El reposo y el consuelo vienen a pelo. Estas sobrecargas nos restan vigor físico y anímico; sin duda, podemos decir que no estamos en el mejor momento. Sin embargo, tantas veces, incluso en esas circunstancias de disminución, podemos sacar fuerzas de flaqueza para realizar una actividad aun cuando ni el ánimo ni las fuerzas nos acompañen. Viene a cuento estos versos de Antonio Machado: “Ay de nuestro ruiseñor,/ si en una noche serena/ se cura del mal de amor/ que llora y canta sin pena!” Somos conscientes de que muchas buenas canciones y poemas nacen del corazón afligido del poeta. Deliciosas canciones desesperadas y muy sentidos poemas de amor. Ese mismo corazón doliente no se agota en su pena, pues porque sabe de dolor, es capaz de llevar consuelo a su prójimo. Malheridos y todo, con el ala rota y el alma acongojada podemos llevar alegría y ser soporte de quienes están alrededor nuestro.
Felices aquí para ser felices Allá
“La felicidad del cielo, decía San Josemaría, es para quienes saben ser felices aquí en la tierra”. Buscamos la felicidad y, aunque la vida no sea toda de color rosa, no renunciamos a ser felices aquí, con y en medio de nuestros semejantes. La mística ojalatera de la que hablaba este santo es una buena caracterización de quien espera ser feliz sin los inconvenientes del camino: “ojalá no me hubiese casado, ojalá hubiese nacido en otro país, ojalá viviese sin la inseguridad del momento, etc.” Males y cizaña los encontramos en todo sitio: en la familia, el barrio, la ciudad, el orbe. No vivimos en el mejor de los mundos posibles, ni existe la ciudad perfecta. El mal es real y todos necesitamos de redención: un quién aquí y un quién en el Cielo que nos salve. En el día a día estamos llamados a sembrar, esforzadamente, semillas de paz y alegría, procurando no cegar las fuentes de la esperanza.
Para un cristiano la Cruz no es una novedad, no hay Resurrección sin Pasión, ni felicidad sin lágrimas. La Doncella de Nazareth a quien el Arcángel Gabriel le dice “Alégrate, María” cuando le anuncia que será la Madre del Redentor, es la misma Madre Dolorosa, llena de lágrimas junto a la Cruz de su Hijo. La alegría, llanto y tantos porqués que la Virgen Santa guardaba en su corazón nos señalan el camino para vivir el misterio de la vida.
Byung-Chul Han no deja de escribir. Son ensayos cortos, sugerentes. Su forma de pensar la realidad y el hilo conductor de su propuesta se mantienen de tal modo que, en cada entrega, hay una nueva mirada para esclarecer los entresijos de la cultura contemporánea. En Crisis de la narración (Herder, 2023) Han hace un elogio de la narración, contraponiéndola a la información. “La memoria humana -dice Han- es selectiva y narrativa. En eso se diferencia del banco de datos. Mientras que la memoria digital trabaja añadiendo y acumulando. La narración se basa en seleccionar y enlazar acontecimientos” (p. 44). De ahí que, la narración hilvana los diversos episodios de la vida en una trama de sentido. La información enumera: me levanté, fui al trabajo, almorcé, sufrí este percance, lidié con el calo, volví a casa… La narración, en cambio, entrelaza los hechos y consigue articular una historia de la que somos protagonistas, con un origen, un camino y un destino.
Han afirma que “vivir es más que resolver problemas. Quien se limita a resolver problemas no tiene futuro. La narración es lo único que abre el futuro, al permitirnos albergar esperanzas” (p. 35). Comprender al ser humano como solucionador de problemas es bastante, pero es insuficiente. Solucionar problemas, sin negarle importancia a esa capacidad humana, no deja de ser una respuesta meramente reactiva. Es adentrarse a la realidad con un paso de retraso, comparecer a lo ya acontecido. Los seres humanos aspiramos a más, deseamos ser proactivos: deseamos una vida que se adelante a lo ya dado, de tal manera que nuestro hacer nos perfeccione y, a la vez, nos permita perfeccionar el entorno.
Hay, sin embargo, una forma sutil de permanecer en la mera respuesta reactiva no ya del solucionador de problemas, sino del vividor de los instantes placenteros ofrecidos por doquier por la sociedad del consumo. Este gozador de placeres vive en el eterno presente, no se plantea grandes hazañas o propósitos que le lleven a entregarse en proyectos solidarios de mejora de la sociedad. Lo suyo es sólo optimizar su placer, no está en su horizonte vital comprometer su vida en el florecimiento humano de quienes carecen de oportunidades de progreso material y espiritual.
Me parece luminosa la forma en la que Han articula la felicidad con la narración. Escribe: “la felicidad no es un acontecimiento puntual. Es como un cometa con una cola muy larga, que llega hasta el pasado. Se nutre de todo lo que se vivió. Su forma de manifestarse no es brillar, sino fosforecer. Debemos a la felicidad la salvación del pasado. Para salvar el pasado se necesita una fuerza tensora narrativa que lo acople al presente y l permita seguir repercutiendo en él” (p. 37). La felicidad ha de incluir a toda la existencia humana. No se circunscribe sólo a lo que solemos considerar como acontecimientos felices. La felicidad envuelve la totalidad de la narrativa biográfica en la que no faltan lágrimas, fracasos, tensiones. Las experiencias de vértigo, los placeres intensos no dejan de ser puntuales y meramente contingentes; son hechos, datos, remedos de los goces plenos, formas de huida ante el vacío existencial propio de una vida carente de argumento. Por eso la felicidad tiene mucho de redención, pues la aventura humana, en sus caídas y desatinos -buscados o sobrevinientes- necesita de salvación. Los seres humanos requerimos restañar heridas y asirnos a una mano para enrumbar la personal trayectoria vital.
La narración no lo es todo, pero como afirma Han, ayuda al autoconocimiento y nos brinda argumento, sostén y orientación a la vida.
Hace un tiempo se popularizó la frase “los ricos también lloran”. Y me viene a la mente la canción del dúo argentino Fedra y Maximiliano, cuya letra de una de sus canciones de finales de los 60 decía: “Todo tenemos parientes, tenemos/ Todos por algo lloramos/ Somos de una vida corta,/ sabemos/ Todos siempre nos buscamos…/ Amamos/ Lloramos…/ Peleamos…/ Sabemos…” Es decir, de goces y dolores -quién más, quién menos- sabemos por experiencia propia. Esta reflexión me lo ha sugerido la lectura de un reciente libro/entrevista del psiquiatra español Aquilino Polaino-Lorente Todos somos frágiles (también los psiquiatras): Una conversación sobre salud mental (Encuentro, 2024), a quien conocí por los 80 en la Universidad de Piura, a donde fue invitado a dar unas conferencias.
Polaino-Lorente, ahora jubilado, se dedicó, profesionalmente, a la docencia, investigación y práctica psiquiátrica. En la Universidad de Piura publicamos su Acotaciones a la antropología de Freud en 1984. Son numerosas sus publicaciones y, varias de ellas, me han sido de mucho provecho para los asuntos antropológicos de mi actividad docente. Esta nueva entrega editorial, como lo indica el título del libro, nuestro autor lo dedica a conversar sobre la fragilidad humana. Para quienes llevamos varias décadas de existencia y más de una fragilidad corporal o psíquica a cuestas, sus reflexiones -nacidas de la práctica clínica- iluminan las diversas dimensiones de la condición humana.
El dolor llega y “es importante -dice Aquilino- que a los hombres nos duela el dolor. Cuando uno lo siente, renace diferente. Aunque ahora hay una lucha descarnada contra el paternalismo, compadecerse de alguien no es un error, sino un síntoma de salud humana. Nada de los demás nos puede resultar ajeno, especialmente de quienes tenemos más cerca. Compartir el sufrimiento y las alegrías de los demás nos aleja del cinismo, que es una especie de encapsulamiento profundamente egoísta. Vivir con el impermeable siempre encima de tal forma que nos resbalen las cosas de los demás es una manera muy solitaria de construir nuestra historia, que esencialmente comprende un eco social”. Aprender a sufrir no es poca cosa.
“El sufrimiento es una realidad de la que nadie escapa en algún momento de su vida. Hablo de sufrimiento físico, psíquico, real o imaginario, porque muchas personas padecen también por problemas que no son reales”. Sufrir sin sucumbir en las “caídas hondas de los Cristos del alma” (César Vallejo) y compadecerse del prójimo doliente forma parte de la experiencia humana. A este respecto, después de darle vueltas, encuentro que cuando hay un sentido trascendente de la vida, es más fácil sobrellevar el dolor propio y ajeno. Así lo señala, también, Polaino-Lorente: “es muy importante la calidad de la auto explicación que nos damos sobre el dolor para afrontarlo con altura. La fe católica incluye respuestas infinitas al misterio del sufrimiento. Si uno se mete por esos derroteros, no tiene techo para encontrar porqués y paraqués cuando se ha cultivado, además, la vida espiritual arraigada en la práctica cristiana”. San Juan Pablo II, en Salvifici doloris, texto al que vuelvo con frecuencia, lo dice en términos parecidos. Frente al dolor, más que respuestas al por qué, es más iluminador reflexionar en el para qué. El dolor tiene sentido.
“Es importante -insiste nuestro autor- ser enormemente paciente con las propias imperfecciones: conocerlas, asumirlas y reírse de ellas con afán de corregirlas. Siempre es positivo enmendar las imperfecciones en la medida de nuestras posibilidades reales, pero sin convertirlo en una tarea sistemática crónica, como si se tratara del único fin de nuestra vida, porque eso es una locura. (…) lo que queda es la lucha deportiva y sana contra los propios defectos, sin negativismos absurdos”. Procurar ser buenas personas no es sinónimo de perfección. Más aún, lidiar con don o doña perfecta, es insufrible. Espontaneidad y corrección van de la mano y hacen que la convivencia humana sea grata. En cambio, el acartonamiento y la rigidez perfeccionista crean ambientes tensos, sobrecargados de poses e irrealidad y, probablemente, llevan a la ruptura de la personalidad.
Y no sólo lloramos por algo como lo cantaban Fedra y Maximiliano, también hemos de aprender a vivir con las fragilidades y malicias propias y ajenas. “Todos cometemos errores -nos recuerda Polaino-Lorente-. No jugar con el conocimiento de esa carta es vivir en la inmadurez permanente, una inmadurez que nos hace sufrir más de la cuenta. Todos somos frágiles. Todos tenemos defectos. No tiene sentido ver a los demás desde ese estado propio del enamoramiento, en el que no percibimos imperfecciones en la otra persona, porque esa visión es mentira. Ese proceso figurativo obsesivo es completamente erróneo”. Errores, decisiones equivocadas, juicios apresurados, desatinos, salidas de tono y más, forman parte del claroscuro de nuestra biografía. Qué lógico es, por tanto, pedir perdón, reparar el daño causado, arrepentirse y corregir. Sí, somos frágiles y todos por algo lloramos.
Con el entusiasmo de seguir paladeando la narrativa de Jon Fosse, Premio Nobel de Literatura 2023, he leído Trilogía (Seix Barral, De Conatus, 2023). Los tres breves libros que lo componen fueron publicados juntos en 2014. Cuentan la historia de Alida y Asle, dos adolescentes sencillos en un ambiente de pescadores, peces, barcas, mar, calas, tabernas, hospedajes. La forma de escritura es muy peculiar: un conjunto de parlamentos cortos, telegráficos, cuyo resultado es un relato compacto compuesto de instantáneas que recogen sentimientos, pensamientos, palabras repetidas muchas veces. El tono de la narración es el mismo a lo largo de toda la historia, no hay trepidación, ni siquiera en los momentos más dramáticos: ni pasión desbordante ni conciencias atormentadas. Hay una suerte de resignación en algunos de los personajes; en otros, una banalización del mal.
Sigvald, el padre de Asle fue pescador y violinista. Solía decir que cuando “se era músico, se era músico y, una vez que lo eras, ya nada se podía hacer… y padre Sigvald dijo que al tocar, el dolor podía aliviarse y transformarse en vuelo, y que el vuelo podía transformarse en alegría y felicidad, y por eso había que tocar, por eso tenía que tocar él y algo de ese dolor debían también compartir los demás… porque la música eleva la existencia y le proporcionaba altura, ya fuera en bodas o funerales, o cuando la gente se reunía para bailar y festejar” (p. 35). Asle tenía ese mismo don, “el destino del músico no pregunta y quien carece de propiedades tiene que salir adelante con los dones que Dios le ha concedido, así era la cosa, así era la vida” (p. 36). Bonita reflexión sobre la música.
Alida y Asle se ven y se saben el uno para el otro desde el inicio. Pronto nace el pequeño Sigvald y Asle no quería vivir como su padre viajando de un lado al otro, “quería estar con los suyos y no tener que estar con todos los demás, todos los otros, eso no es bueno para nadie, lo bueno es estar con los tuyos, quizá había nacido con el destino del músico, pero quería combatir ese destino, también por eso había vendido el violín, ya no era músico, ahora era padre y esposo” (p. 81). Su padre le había dicho que el destino del músico era viajar, despedirse continuamente de su amada y de sí mismo “siempre entregándose a los demás, dijo. Siempre hacer enteros a los demás, dijo” (p. 37). Asle no quería ese destino. Su vida sería la de Alide, su pequeño Sgvald y él. Solo ellos, aunque para este fin utilizara medios inmorales que desfiguran su idílico amor.
Esto último es lo que más me inquietó de la novela. Alida es la ingenuidad casi en estado puro, sólo tiene ojos para Asle, a quien sigue a pie juntillas, sin hacer preguntas: el amor idealizado puede más que toda sospecha razonable. El personaje más perturbador es Asle. Para hacer viable el amor por Alida mata a quienes le impiden realizar este propósito. Cada acto delictuoso no le carga en nada la conciencia: mata, borra y siguen viviendo su sacrificada y corta vida al lado de la amada y el pequeño hijo, como si nada hubiese pasado. En muy poco tiempo es descubierto y condenado a la ahorca. Una tragedia, envuelta en un lirismo muy conseguido por la pluma de Fosse.
Esta falta de conciencia me trajo a la memoria la película Apocalypse Now (1979). Kurz quiere civilizar a los nativos y no lo consigue. Se queda horrorizado de lo que una tribu hace con los niños que su gente había vacunado el día anterior: les habían cortado los brazos. Reflexiona y piensa que quienes habían realizado tal acto de barbarie eran los mismos cariñosos esposos y padres de familia cuando llegaban a sus casas. ¿Cómo era posible esa doble vida? ¿Cómo es posible dormir tranquilo sin ningún remordimiento de conciencia después de haber cometido una atrocidad? Una pregunta inquietante que los seres humanos nos seguimos haciendo a lo largo de los siglos. Volviendo a la novela, ¿cómo le es posible a Asle mantener su angelical amor por Alida sin los reproches de su conciencia? Alguna explicación hay y, de seguro, la filosofía, la psicología tienen respuestas, pero sigue siendo un misterio la existencia de estas tinieblas del corazón humano.
¿Y Alida? Le cuesta hacerse cargo de la muerte de Asle y no acaba de convencerse de que Asle haya cometido todos esos crímenes. Continúa en su mundo y “ piensa que ella y Asle siguen siendo novios, que están juntos, él con ella, ella con él, ella en él, él en ella, piensa Alida, y mira el mar y en el cielo ve a Asle, ve que el cielo es Asle, y siente el viento, y el viento es Asle, Asle está ahí, Asle es el viento, si no existe, de todos modos está ahí, que ella lo está viendo si mira el mar…, aunque no solo lo ve a él, también se ve a sí misma en el cielo” (p. 144).
Recuerdos personalísimos de breves momentos de felicidad, proyectos truncos, ilusiones apagadas. La vida continúa para Alida, guarda su amor y sella con cerrojo y candado sus secretos. No quiere saber más. Pienso, también, en los tantísimos recuerdos que forman la trama de nuestra narrativa: risas y lágrimas, éxitos y fracasos, encuentros y decepciones y mucho más. Cuando estos recuerdos, con sus gozos y sinsabores, han sido guardados en el corazón -purificados en el crisol de la conciencia- son verdaderos remansos de paz. En cambio, cuando no han pasado por ese crisol, la ponzoña que puede haber en ellos, avinagra el corazón e inquieta al espíritu. El camino de la paz del alma pasa por el tamiz de la conciencia que nos indica el bien o el mal realizados. Un amor que suprima a la conciencia no es humano y tarde o temprano se marchita.
Erik Varden (1974) es un monje cisterciense y obispo noruego. Conseguí La explosión de la soledad. Sobre la memoria cristiana (Fonte, 2021). Un escrito que es, a la vez, meditación espiritual y reflexión intelectual, pensado para ser leído a cámara lenta. En cada capítulo saltan a la vista las citas bíblicas y los textos literarios y espirituales que iluminan los temas escogidos por el autor: recuerda que eres polvo, recuerda que eras esclavo en Egipto, recordad a la mujer de Lot, haced esto en memoria mía, cuídate de olvidar al Señor. Bastan estos títulos para darse cuenta del ritornelo del libro: la memoria.
La cercanía del Miércoles de Ceniza hace juego con el primer capítulo del libro: recuerda que eres polvo. “Entonces, el Señor Dios formó al hombre del polvo de la tierra (adamah en hebreo); insufló en sus narices aliento de vida (spiraculum vitae), y el hombre se convirtió en un ser vivo”. Gen. 2, 7. “Las palabras -dice Varden- que Dios dijo después de la caída, repetidas el miércoles de ceniza, simplemente regresan a la verdad a quien se ha rendido a la amnesia momentánea. Decir que Adam volverá a el-hadamah, a la tierra, es equivalente a decir: recuerda lo que eres, de dónde viniste” (p. 24). Un llamado a la humildad desde el mismo inicio de la creación para librarnos de la inclinación a parecer más de lo que somos, rescatándonos de “nuestro ilusorio autoensalzamiento” (cfr. p. 26). El espíritu de vida que nos otorga Dios es un puro don. Esta dotación de vida espiritual a imagen y semejanza suya, hemos de mantenerla presente para que los éxitos y logros no nos hagan olvidar de donde nos ha levantado el Señor.
Procurar vivir de acuerdo a la vocación cristiana supone, de ordinario, una conversión: intentar dejar el hombre viejo para imitar la vida del Maestro. Somos conscientes de los apegos de nuestro corazón, no siempre anclados en los bienes que nos perfeccionan. Procuramos desprendernos de los malos apegos, pero, en más de una ocasión, se vuelven a activar reclamando nuestra atención y deseo. Volvemos la mirada hacia ellos y el corazón cae en esos insidiosos apegos. Un mal paso que detiene el crecimiento espiritual convirtiéndonos en estatuas de sal como le pasó a la esposa de Lot. No es el final, desde luego, porque la imagen de Dios impresa en nuestra alma, nos capacita para volver a despegarnos y recuperar la vida espiritual paralizada. Despegarse de esos malos quereres no es de una vez y para siempre. Hemos de recordar, con Job, que la vida del ser humano es una lucha continua para llegar a ser nuestra mejor versión. “Es lo que los griegos llamaban ascesis, el ejercicio atlético del espíritu” (p. 137).
Entre los tantos textos y testimonios que Varden cita, recojo éste de Maïti Gertanner, heroína de la Resistencia francesa. Ella fue sometida a duras torturas que truncaron su virtuosismo en el piano a más de inhabilitarla físicamente: “el sufrimiento, para mí, no era un estado transitorio, sino una forma de ser”. Sin embargo, pese a estas limitaciones no buscadas, nació en ella una certeza: “no tenía que tener nostalgia de lo que había sido o de lo que habría podido ser. En vez de eso tenía que amar lo que era y buscar lo que debía ser”. Al cabo de unos años, su torturador -un médico nazi- fue a buscarla para pedirle perdón y ella cuenta que fue en la oración en donde encontró fuerza para perdonar a su torturador: “perdonarlo me liberó” (cfr. pp. 108-110).
Amar, perdonar son palabras mayores, porque tocan las vibras más sensibles de nuestra condición humana, realidades que los cristianos viviremos en el ya próximo Tiempo de Cuaresma. Amor de Jesucristo que da su Vida por nosotros, pidiendo a su Padre que nos perdone porque no sabemos lo que hacemos.
He leído con mucho entusiasmo los Escritos autobiográficos (Cristiandad, 2023) de Josep Pieper (1904-1997), quien me acompañó en mi formación universitaria y aún sigo leyendo con gusto y provecho. Empecé con El ocio y la vida intelectual en el año 1976, su propuesta me sirvió para darle forma al ensayo que presenté en la asignatura de Literatura sobre la narrativa de José María Arguedas acentuando el carácter mágico de los escritos del novelista peruano. Luego vinieron Defensa de la filosofía, Una teoría de la fiesta, El descubrimiento de la realidad, entre otros. Su libro Virtudes fundamentales es el eje del capítulo que dedico a la ética de las virtudes en un curso que dicto. Con sus Escritos autobiográficos, ahora, se desvela el perfil intelectual de este gran conocido y maestro.
Pieper fue un filósofo neotomista en diálogo con su tiempo. Como lo menciona, “no se trataba en primer lugar de Tomás de Aquino. Lo que quería no era saber lo que otros han pensado, sino cómo es la verdad de las cosas”. Su hallazgo inicial le dio sustancia a su labor filosófica. Dice: “de golpe pude poner también en palabras claras lo que vislumbraba confusamente: “Todo deber ser se funda en el ser; el bien es lo conforme a la realidad. Quien quiere conocer y hacer el bien, tiene que dirigir su mirada al mundo objetivo del ser, no a la propia «intención», ni a la «conciencia», ni a los «valores», ni a «ideales» y «modelos» establecidos por uno mismo. Tiene que prescindir de su propio acto y mirar a la realidad”. Aquí está la piedra de toque de la mirada agradecida con la que Pieper se dirigió a la realidad. Una actitud esencial de respeto y asombro.
El estilo y la forma del quehacer filosófico de Pieper se manifiesta en la reflexión que hizo cuando recibió el premio Balzan. Lo expone así: “tras volver a casa… pude leer finalmente con tranquilidad el certificado en letras doradas sobre pergamino y con gran alegría encontré mencionado por primera vez como razón de la distinción exactamente lo que de hecho siempre fue ante todo mi intención: expresarme en un lenguaje comprensible, no técnico, “capaz de despertar en gentes de todo el mundo la conciencia filosófica sobre las preguntas últimas de la existencia humana”. Y aunque suene a alabanza de mí mismo, decir esto no me avergüenza”. Esta ha sido la impronta de sus escritos: claridad y sencillez para expresar la realidad.
Tuvo siempre, desde luego, “un profundo y agradecido respeto por los detallados conocimientos y por la fatiga del erudito, del especialista, que dispone de un conocimiento completo de su ámbito y tiene a mano en cada caso la publicación más reciente; pero la filosofía estuvo para mí desde siempre bajo otro signo. Y poder decir algo como profesor de filosofía en el ámbito de la universidad, eso es lo que yo quería hacer. Que al hacerlo no correspondiera completamente, y tal vez en absoluto, a la imagen del «erudito» ni tampoco del «profesor universitario», de eso era totalmente consciente. Pero lo aceptaba, aunque de vez en cuando me pesara en la conciencia”. Como su maestro Tomás de Aquino, su filosofía no desarrolla ningún sistema de pensamiento.
Ocio, trabajo, teoría, contemplación y fiesta son dimensiones humanas sobre las que Pieper reflexiona. Señala, por ejemplo, que “celebrar una fiesta significa vivir y realizar de manera no cotidiana, en una ocasión especial, el continuo consentimiento al mundo y la existencia”. Una fiesta es, pues, celebrar -de un modo estelar- la vida, la existencia, la presencia del otro. Lo hemos experimentado en estas fiestas navideñas que, incluso en sus exageraciones, deja ver la realidad sacra de la fiesta, en donde lo divino y lo terreno se besan. En este mismo orden de ideas, Benedicto XVI, citando a Pieper, señala que la piedra de toque de una relación interpersonal festiva es la capacidad de poder decirle al otro: ¡qué bueno que tú existas! De ahí que, la amistad, el amor, las relaciones filiales alcanzan su madurez cuando en cada encuentro nos dejamos tocar por la verdad, bondad y belleza que anida en el ser de cada persona. Una realidad, anota Pieper, comprendida “únicamente por quien está convencido de que en medio de la existencia cotidiana realmente existe eso radicalmente no cotidiano que llamamos misterio”.
Pieper fue un gran viajero, invitado de un continente a otro, de Oriente a Occidente. Como profesor visitante, recorrió universidades, institutos de todo el mundo. En cada país y ciudad recorría sus calles. Conversó con alumnos, profesores, con el común de la gente. No le ha faltado el tono amable a sus agudas observaciones. Ha sido, por esta intensa vida intelectual, testigo y actor lúcido del siglo XX.
Las páginas sobre su hijo Thomas, fallecido prematuramente en USA con menos de 30 años, son conmovedoras. Y, especialmente, son delicados los párrafos dedicados a su esposa. Ella fue una gran artista plástica y hábil jardinera. Sus últimos años los pasó postrada e iba perdiendo el habla y la memoria. “Un día por la tarde -cuenta Pieper- quiso que me sentara junto a ella, porque tenía que decirme algo importante; habló de manera inusualmente seria. Y luego pasó su brazo por mi hombro y dijo algo que jamás olvidaré. (…) Evidentemente mi esposa no quería [llegar a irse sin una palabra de despedida]. Sentía que ella iba cuesta abajo y temía tal vez un día ya no poder pensar ni hablar con claridad. [Así], pasándome el brazo por el hombro, dijo una única frase maravillosa, destinada exclusivamente para mí. Aunque la dijo susurrando, sonó como un juramento. Luego, tomamos nuestro té y escuchamos música, como de costumbre”.
Pieper contempló siempre con agradecimiento la realidad en su totalidad, con sus miserias y júbilos. No sucumbió ante los horrores del siglo XX. Su natural optimismo y su hondo sentido cristiano de la vida le llevaron a comprender que la felicidad, como puro regalo, es algo muy divino, acrisolado en los gozos del Tabor y el Vía Crucis del Calvario.