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He visto la película “Rápidos y furiosos: Hobbs & Shaw” (2019). El cine de acción y ficción me suele divertir y descansar, ésta es de ese género. La trama es sencilla. Hobbs (agente americano), junto con Shaw (agente inglés) son convocados a regañadientes para que trabajen en un delicado y peligroso caso. Eteon, una empresa criminal, está detrás de un virus biológico para eliminar a los humanos débiles e imperfectos. La organización trabaja en tecnología de última generación para recrear solo a los seres humanos más aptos. Para tal fin, ha reconstruido a Brixton –un ex agente- con implantes cibernéticos, que le permite realizar acciones por encima de las posibilidades humanas. En medio de todo el conflicto está Hattie, la hermana de Shaw quien se ha inoculado el virus para ponerlo a salvo del criminal.
La acción transcurre rápida y furiosa. Después de mucho trajinar, los agentes cumplen su cometido: ponen a salvo el virus de las manos criminales de Brixton y la empresa. Los amantes de este género seguro que se han divertido mucho al verla. A mí ha dejado con una idea a la que le he dado muchas vueltas: se trata de la nostalgia que existe en mucha gente –me incluyo- de vivir sin estar pendientes de conseguir la perfección en las dietas, calorías, salud, implantes, rutinas, chequeos. Es decir, la nostalgia de lo sencillo, lo no forzado, lo bucólico; incluso, lo romántico. Me explicaré.
Para extraer de Hattie el virus que se inoculó tienen que utilizar una máquina ah doc, dañada en la huida. Hobbs se acuerda de su familia en Samoa de la que se alejó hace 25 años. Allí está su hermano Jonah, capaz de arreglar el instrumento. El reencuentro es brusco entre ellos hasta que interviene la mamá para calmarlos. Toda la familia lo apoya. El lugar al que han llegado es la antípoda de una ciudad moderna y de la perfección que persigue la empresa Eteon. Se trata de una aldea sencilla, casa de madera en medio del campo. Todos los familiares están bien alimentados y subidos de peso, incluida la mamá. Cuando Hobbs le pide a ella que le lleve al cuarto de las armas, la mamá le abre un aparador lleno de armas tradicionales de madera. Las modernas armas, ella las había destruido, precisamente porque, una vez causaron la muerte de gran parte de sus parientes.
La batalla final es un encuentro entre el ingenio tecnológico de Eteon y el ingenio artesanal de Samoa; la cabeza fría de Brixton y el corazón ardiente de los habitantes de la aldea. No es de ninguna manera el enfrentamiento entre el pasado y el futuro, o el retraso y el progreso; es, simplemente, la confrontación entre lo inhumano y lo humano. Me gusta este lance final porque nos recuerda que los seres humanos no hemos sido creados para ser perfectos, sino para ser felices, en medio de afanes, exitosos unas veces; ruinosos, otras. Nos recuerda que es una pobre meta pensar que la vida es ser campeones, exitosos, famosos; estar entre los “top ten” de lo que sea. Es el afán de logro convertido en cáncer que carcome el afán de servicio.
No pretendo negar el rol positivo de la técnica, me basta con decir que no lo es todo ni en la ciencia ficción, ni en la empresa ni en la vida. ¿De qué nos sirve ser más eficaces si somos menos humanos? Prefiero mil veces un rostro alegre o doloroso a una faz saludable rebosante de calorías, proteínas e implantes científicamente medidos.
Lima, 10 de noviembre de 2019.