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En la peregrinación a Tierra Santa, uno de los lugares que anhelaba visitar era el Mar de Galilea o lago Genesaret o Tiberíades. Tenía gran ilusión de estar en el lago y rezar a sus orillas. Los campos naturales y abiertos me fascinan. Contemplar el mar o un lago me llenan el alma de contento. Dicho y hecho visitamos el lago, por la zona de Cafarnaún, justo al lado de la Iglesia del Primado, en donde se encuentra la roca donde Jesús resucitado ofreció de comer a los apóstoles después de la segunda pesca milagrosa. El lago conserva sus paisajes de antaño. Todo a su alrededor es sencillo y sobrio. El agua es limpia y cuidan que no se contamine. En la orilla se pueden mirar los peces nadando de un lado a otro. Pude ver unos pequeños, posiblemente, de la especie de sardinas propios del lago y; algunos más grandes, las tilapias, muy abundantes allí. La gente del lugar, las conoce con el nombre de los peces de San Pedro, pues de uno de ellos sacó la didracma que el Señor le dijo que encontraría para pagar el tributo al César.
El paisaje, en su sencillez, resulta acogedor, recogido, adecuado para rezar de tú a Tú con Dios. En la mente traía la imagen del Beato Álvaro del Portillo quien en marzo de 1994 estuvo en Tierra Santa. Estuvo en este mismo lugar. En una tarde, sentado en un tronco, hizo su oración. No llegué a conocerlo personalmente, pero vi muchas tertulias suyas con diversidad de personas. Su porte de sacerdote mayor transmitía serenidad, paz y alegría profunda. Miraba al lago y me imaginaba estar en su compañía. Le daba vueltas a las diversas escenas del Evangelio: ¡cuántas veces pasó el Señor por estas orillas, aquí o más allá!
Allí fue a buscar a sus discípulos, en plena faena de pesca. Ante la primera pesca milagrosa, San Pedro se arrodilla frente el Señor y le dice: “apártate de mí que soy un hombre pecador”. Humildad sincera, expresión del alma cristiana que se sabe pecadora. Demasiada pretensión presentarse ante el Señor y decirle: “Señor, aquí tienes a un cristiano cabal de pies a cabeza. ¿De dónde?”. Recuerdo, en estos trances, unas palabras de mi papá que se me han quedado grabadas. Él fue Fiscal superior, tenía que hacer dictámenes acusando a los inculpados. Sabía lo que estaba en juego para la vida del inculpado y me decía que siempre procuraba dejar una ventana para que pudiera darse una opinión en contrario. No pretendía ser un angel exterminador, ni un vengador de las injusticas. Administraba justicia con temor y temblor.
Vuelvo a la escena de la segunda pesca milagrosa, a la orilla en donde está la Iglesia del Primado. Después de comer, “el Señor resucitado le pregunta por tercera vez a Pedro: Simón, hijo de Juan, ¿me quieres? Pedro se entristeció porque le preguntó por tercera vez: «¿Me quieres?», y le respondió: —Señor, tú lo sabes todo. Tú sabes que te quiero. Le dijo Jesús: —Apacienta mis ovejas (Jn. 21, 17-18)”. Este diálogo es sumamente luminoso, de un realismo enternecedor. Sale a la luz la fragilidad y malicia que anidan en el corazón humano, pero a la vez el poder de la gracia divina, que ennoblece y eleva a los corazones contritos y humillados. Con San Pedro, podemos decir en primera persona: “Tú sabes, Señor, que me queda grande amarte y amar a mi prójimo con la magnanimidad de tu Corazón. ¿Qué pido? Que lo ensanches, me perdones y me ayudes más.
No podía faltar una vuelta en bote por el lago. El mismo mar en donde se embravecieron las olas y los discípulos llenos de miedo despertaron al Señor: a su voz, las aguas se calmaron. El mismo lago en donde el Señor caminó sobre sus aguas, no sin antes decirles a sus discípulos que era Él y no tenían que tener miedo. Desde las orillas, subido en un bote, el Señor, muchas veces predicaba a las muchedumbres. Se pueden observar, estando un poco más aguas adentro, las pequeñas lomas que circundan al lago. Entre ellas está el monte de las Bienaventuranzas: pureza de corazón, pobreza de espíritu, sed de justicia, siembra de paz, llanto, hambre. Esas son las riquezas del cristiano. La recompensa es muy grande: poseer el Reino de Dios, ser consolados, ver a Dios. Y todo proclamado por el Señor, con su claridad y mansedumbre habitual. No hay látigo de por medio, ni recriminación alguna. Es el Señor hablándole a las muchedumbres y, a la vez, a cada corazón en particular. Llamada a la conversión, desde luego. Al mismo tiempo, paciencia divina: cada alma tiene su tiempo. Vamos más de veinte siglos de cristianismo, trigo y cizaña crecen junto, la Iglesia está zarandeada desde fuera y desde dentro. La barca de Pedro tiene la asistencia del Espíritu Santo y el mal no prevalecerá sobre Ella. Es tiempo de Fe, tiempo de rezar. Estamos de continuo en tiempo de siembra y espera.
El Mar de Galilea, orillas y agua; paisajes sobrios, montes amables. Lugar para rezar y dejar que nuestras plegarias caminen por las aguas del lago en busca del Señor: su mano no nos faltará.
Lima, 15 de diciembre de 2019.