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“El silencio del mar” es un breve relato escrito por Vercors -seudónimo de Jean Bruller (1902-1991)- en 1942 durante la ocupación alemana de Francia. Pertenece a la literatura clandestina de aquella época. Es un drama de corazones y lealtades, protagonizados por un oficial alemán Werner von Ebrennac y una joven francesa, en cuya casa, su tío y ella, se ven obligados a hospedarlo durante unos meses. La película del mismo nombre de 2004 le pone rostro y pasión a la novela.

                La forma de expresar su rechazo a la invasión alemana es guardar silencio frente al oficial. Ni una palabra ni un solo gesto de aprobación a su presencia. Es militar por obligación, compositor de música por vocación. Werner está muy a gusto entre ellos. ¿Por qué disfruta tanto coincidir con ellos en la sala de la casa? No es la fastuosidad de los muebles, ni mucho menos la locuacidad de sus habitantes. Se trata del alma que habita en ese cuarto. “Toda esta casa tiene alma”, dice Werner, en sintonía con la actitud de fondo del tío: “No puedo ofender a un hombre sin sufrir, aunque sea mi enemigo” dice para sí. Hay silencio, pero no hay desprecio en ninguno de los personajes.

                Werner recorre con embeleso la biblioteca de la familia y habla de la cultura europea. “Los ingleses –continuó- e inmediatamente uno piensa: Shakespeare. Los italianos: Dante. España: Cervantes. Y nosotros, en seguida: Goethe. Después, hay que buscar. Pero si decimos: ¿Y Francia? Entonces, ¿quién surge al instante? ¿Moliére? ¿Racine? ¿Hugo? ¿Voltaire? ¿Rabelais? ¿Algún otro? Se apretujan, son como una muchedumbre a la entrada de un teatro, no se sabe a quién dejar entrar primero. Se volvió y dijo gravemente: Pero en cuanto a la música, sucede lo mismo entre nosotros: Bach, Beethoven, Wagner, Mozart…, ¿qué nombre es el primero? ¡Y nos hemos hecho la guerra! –dijo lentamente, moviendo la cabeza”.

                Werner, el tío y la sobrina, cada uno de ellos aman a su patria y quieren ser leales a ella. No hay prepotencia en aquel, ni colaboracionismo en éstos. El oficial alemán y la joven francesa saben que son enemigos y que la lealtad a sus patrias les lleva a observar distancia entre ambos; pero el corazón -que no el mero deseo- va por su cuenta. Las semanas no pasan en vano y entre ambos nace un profundo afecto, nunca explicitado, encarcelado en las paredes de sus corazones. El amor en tiempo de guerra, entre enemigos, llega en mal momento.

                Pronto llega la decepción de Werner al descubrir que no es lo mejor de Alemania la que hace la guerra. Solo hay destrucción por delante. “No hay esperanza” grita una y otra vez… “Y de pronto, con una voz inopinadamente alta y fuerte y, para mi sorpresa -narra el tío-, clara y timbrada, como un toque de clarín, como un grito: ¡No hay esperanza! Y a continuación, el silencio”. Al poco tiempo, les anuncia al tío y su sobrina que dejará la casa e irá al frente ruso. Todos saben que de allí no se regresa con vida.

Dirigiéndose a la chica, Werner le dice: “Adiós”. “No se movió -cuenta el tío-. Se quedó completamente inmóvil, y en su rostro inmóvil y tenso los ojos eran aún más inmóviles y tensos, clavados en los ojos –demasiado abiertos, demasiado claros- de mi sobrina. Eso duró, duró…, ¿cuánto tiempo?…, duró hasta que al fin la joven movió los labios. Brillaron los ojos de Werner. Oí: “Adiós”. La única palabra de ella dirigida a Werner. Y sonrió, de modo que la última imagen que tuve de él fue una imagen sonriente. Y la puerta se cerró y sus pasos se desvanecieron en el fondo de la casa”. Brilla la lealtad a la patria, lloran los corazones.

Francisco Bobadilla Rodríguez

Lima, 5 de febrero de 2021