Etiquetas
Aún guardo frescos los recuerdos de mi visita a Tierra Santa hace poco más de un año. Visité la capilla de Santa Elena (270-330) y pasé rápido, demasiado de prisa, digo ahora. De la Emperatriz de Roma, Elena, sabía muy poco: esposa del emperador romano Constancio Cloro, madre de Constantino, emperador romano que dio libertad a los cristianos, él mismo bautizado al final de su vida. Hacía tiempo que deseaba leer la novela histórica de Evelyn Waugh (1903-1966) “Elena” (1950), dedicada a la emperatriz romana. De este literato ya conocía “Retorno a Brideshead”, su biografía de Ronald Knox y algunos de sus ensayos literarios. Me ha gustado la novela, esperaba más; no obstante, el saldo ha sido positivo: me queda una mayor admiración y veneración a Santa Elena y aviva mi interés por ese siglo IV del Imperio Romano, al borde de su final.
Santa Elena, una mujer con ñeque (valor, coraje). Saber, lo que se dice saber, sabemos poco de ella como de tantos de los personajes que se mueven a su alrededor. Waugh la hace nacer en Britania, aunque también podría haber sido a orillas del Bósforo, donde Constantino hizo construir una ciudad “Helenópolis” en memoria de su madre. A los pocos años de su matrimonio de Constancio Cloro, éste se divorcia de ella para casarse con Teodora, hija de Maximiano, quien le ofreció el trono de Roma. Santa Elena no fue, pues, la Helena de Paris. Y, por cierto, el gran Constantino hizo lo mismo en su momento y se divorció de Minervina para casarse con Fausta, otra de las hijas de Maximiano. Por el poder, no había amor que durase demasiado. Tiempos agitados aquellos, unos suben, otros bajan y cuando bajan, casi siempre lo hacen asesinados. Así le pasó a Fausta; a Crispo y Liciniano, hijo y sobrino de Constantino, respectivamente.
Elena, encumbrada, repudiada, olvidada, ennoblecida. Entrada en años, Constantino la hace Emperatriz de Roma. Convertida al cristianismo, hace una gran peregrinación a Jerusalén. El emperador pone hombres y dinero a su disposición. Por donde pasa, distribuye dádivas y favores. No es mujer de ornatos ni pompas, es, más bien, modesta, sobria y de ánimo a prueba de todo revés. Su meta es muy clara, quiere encontrar la Verdadera Cruz en donde murió Cristo. Si en su juventud soñaba con encontrar las ruinas de Troya, ahora añoraba encontrar la fuente de la vida eterna, aquella de la que mana agua que quita toda la sed. Llega a Jerusalén. El obispo Macario le presta su ayuda y consejo. Se enamora de Belén, el huerto de Getsemaní y el Santo Sepulcro. Los mismos lugares que llamaron más mi atención, también, en mi viaje a Tierra Santa.
Contra todo pronóstico ordena las excavaciones cerca al Santo Sepulcro y, en una antigua cisterna de agua encuentra las tres cruces del Calvario. ¿Cuál será de la de Cristo? Mujer práctica y llena de fe indica que se las lleve ahí donde haya un doliente con alguna enfermedad incurable. Dicho y hecho, una de las cruces sana a la enferma. Ya está, ésa es la Cruz. Parte del madero se queda en Jerusalén y parte se lo lleva a Roma. Los clavos los regalará a su hijo, Constantino. Embala, también, los 28 escalones de mármol del pretorio de Pilato, por donde Cristo caminó. Es ahora la Scala Santa, en Roma. De otro lado, las reliquias que encontró de los Reyes Magos se encuentran, actualmente, en Colonia. Los restos de Santa Elena reposan en Roma en la Iglesia de Ara Coeli.
La vida de Santa Elena tiene de historia y de leyenda. En cualquier caso, no la tuvo fácil; ningún santo la tuvo fácil. Sus vidas tienen de verso y de golpe. Ambos regalos de Dios, dones del Cielo. En ese encontrarse alegrías y penas se entretejen sus alfombras biográficas y, como ellas, tienen un derecho precioso y un revés lleno de nudos. El conjunto es la vida lograda. Por eso, las biografías de los santos nos resultan ejemplares para los simples mortales que damos tumbos por la vida. Un día damos con el tesoro: no es un diamante, es una cruz que hace diamantina a nuestra vida.
Francisco Bobadilla Rodríguez
Chosica, 15 de agosto de 2020.