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El austríaco Peter Handke (1942) fue galardonado con el premio Nobel de Literatura el 2019, no sin levantar polvareda por su polémica posición al régimen serbio de Milošević. La Academia Sueca le otorgó el premio «por una obra influyente que con ingenio lingüístico ha explorado la periferia y la especificidad de la experiencia humana». Hasta entonces, del autor solo tenía referencias de algunos de sus textos citados por el filósofo coreano Byung-Chul Han (Hegel y el poder, 2019) de quien soy asiduo lector. Leí el discurso de recepción del premio y me llamó la atención un pequeño libro suyo, “Ensayo sobre el cansancio” escrito originalmente en 1989, un poco más de hace treinta años.
Lo leí en un par de tirones. El resultado fue el desconcierto. Pensé: ¿cómo se puede escribir esto y ganar el premio Nobel? Soy consciente de lo precipitado de mi juicio, pues una golondrina no hace un verano. Es un texto extraño para mi gusto. El tema central es la experiencia del cansancio: el de los carpinteros, el de los albañiles, el de los escritores, el de los Apóstoles en Getsemaní y Pentecostés y el cansancio del mismo autor. Un libro compuesto de imágenes, fragmentario, con preguntas intercaladas en la narración al modo del coro en el teatro trágico griego. Me resultó tediosa su corta lectura, salvo en el último cuarto cuando el autor se hace más filósofo y menos narrador. Párrafos, además, largos con abundancia de comas, puntos y comas; justo el estilo que evito en mis lecturas.
Handke busca el cansancio más personal y propio. Unas veces el cansancio al que se refiere tiene más de acedia espiritual, es decir una desgana de todo, una pérdida del apetito por vivir, de gozar estar vivo y tener un propósito en la vida. Este cansancio, este estar agotado del oficio de vivir es letal. Tirados en la cama, dejando pasar el tiempo, sin ninguna ilusión por levantarse y empezar el día. Es el vacío del alma, muy diferente a ese otro cansancio de los carpinteros de construcción civil que, “a pesar de tener los parpados pesados, inflamados- una característica especial de este cansancio-; están despiertos; cada uno de ellos es la presencia de espíritu en persona (“¡Allá va!”, tiran una manzana. “Ya la tengo”); llenos de alma”. Es el cansancio sano, del que ha cumplido con el trabajo y goza del esfuerzo y sus frutos. Como diría un amigo mío, es el cansancio “rico”, de la meta cumplida, aunque se esté agotado del esfuerzo.
También está el cansancio tóxico, próximo al de los trabajos forzados, que Handke experimentó en sus tiempos de obrero de construcción el cual “consistía fundamentalmente en llevar una carretilla cargada de sillares a la obra, a la que no podían llegar los camiones, y llevarla sobre los tablones que estaban colocados por encima del barro, yo ya no lo viví como un trabajo nuestro, un trabajo en común, sino como un trabajo de esclavos”. Cansancio malo que más de una vez, probablemente, hemos experimentado en algunos tramos de nuestra vida.
Handke me deja intranquilo, trasluce el cansancio en sus textos y quizá, por eso mismo, no es una lectura fluida, sino a trompicones. Los chispazos de alegría que surgen en la narración me han salvado del tedio inicial de mi aventura lectora, después de todo “la inspiración del cansancio dice menos lo que hay que hacer que lo que hay que dejar de hacer. Cansancio: el ángel que toca los dedos del único rey que sueña mientras los otros reyes siguen durmiendo sin soñar. Cansancio sano; él solo, el descanso”. Bonito, aunque aún no sea suficiente para reconciliarme con Handke. Seguiré leyéndolo.
Francisco Bobadilla Rodríguez
Lima, 29 de febrero de 2020.