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El derecho a la información, en su doble significado de libertad de expresión y de información, es un derecho humano, cuyo sujeto universal es el público; es decir, cada uno de los habitantes que leemos, miramos, escribimos en cualquier medio. Este derecho, como sintéticamente lo recoge la Declaración Universal de los Derechos Humanos, nos faculta a cada de los mortales a recibir, comunicar, investigar informaciones y fundar empresas informativas de gran calado o caseras. La empresa informativa lo tiene más fácil para hacerse oír y los periodistas son los profesionales que cumplen con el deber de informar. En cualquier caso, y como se ha resaltado en estos días a propósito de la Ley Mulder, el constitutivo esencial del mensaje informativo es la verdad. Y me alegra que, una época como la nuestra en la que se niega la capacidad de conocerla, volvamos a platearnos el asunto de la verdad a secas en esta polémica entre la mermelada y la mordaza.
Qué lejos estamos todavía de tomarnos en serio que el titular del derecho a la información es el público, la mujer y el hombre de a pie. La situación es otra. Pareciera que el derecho a la información lo acaparan las empresas informativas y un grupo reducido de periodistas. Dicho en cristiano, esto significa que es sólo el sujeto profesional de la información el abanderado de la comunicación. Y no está mal. Pero, ojalá que fuera así, al punto que el gran público podamos quedar tranquilos sabiendo que la verdad informativa está en buenas manos.
Son los mismos medios y el periodismo que practican –hay salvadas excepciones y dejo flotando la manzana de la discordia- los que han contribuido en gran medida a crear esta cultura de la sospecha. Nos han enseñado a leer detrás de la declaración de un político sus “verdaderas intenciones”, nos instruyen y nos destapan “los intereses turbios” que se ocultan en un acto económico o político. La ley Mulder ha hecho saltar todo este tinglado y unos y otros (a favor y en contra) acuden a los principios que se salvan o se niegan: controlar el gasto público, evitar que la publicidad desvíe o hipoteque la línea editorial; atentado a la libertad de expresión y de investigación, daño a la libertad de contratación, detrimento del derecho a saber del público…
Como están las cosas, me viene a la mente la letra de una vieja canción: “¿qué secreto hay en tus ojos que no puedo adivinar?”. También me acuerdo de estos maravillosos versos de Pedro Salinas: “¿Quién te va a ti a conocer/ en lo que callas, o en esas/ palabras con que lo callas?” Me entusiasma que en la polémica entre la mermelada y la mordaza se traigan al debate los grandes principios de la vida democrática y de un Estado constitucional. Pero lo cierto es que en el debate público de los dos últimos años nos hemos engañado tanto, que me inclino a darle la razón a los maestros de la sospecha y pregunto: ¿qué intereses ocultas detrás de tan nobles principios?
Lima, 23 de junio de 2018