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Queremos desterrar la corrupción en el sector público y privado, deseamos un país en que los niños estén protegidos y la mujer sea respetada. Grande es el desencanto cuando vemos que muchos políticos no buscan el bien común, que hay jueces inicuos dedicados a deshonrar la justicia, que hay un periodismo vendido al poder o al dinero dispuesto a falsear la verdad. Quien roba, soborna, extorsiona, maltrata, miente… sabe que comete un acto prohibido por la ley y por la moral. Las normas penales son muy claras y señalan los delitos con precisión. Cuando el escándalo es mayúsculo la severidad de las penas aumenta. Y, sin embargo, como lo dice el poeta, “el cadáver ¡ay! siguió muriendo”.

Vemos el mal y al instante –desde las diversas instancias del poder- ponemos sistemas de control para frenar y penalizar las malas prácticas de la corrupción. Somos conscientes de que el derecho no es suficiente y apelamos a la ética: verdad, honestidad, transparencia, servicio, integridad. ¿Programas de formación ética para todo el mundo? Sí, pero, aun así, nos quedamos cortos; entre otras cosas, porque –como lo dicen los entendidos y el sentido común de mamá- la ética no se enseña, se aprende en comunidades de práctica en donde directivos y colaboradores, funcionarios y empleados, aprenden las buenas prácticas valorativas que se comunican por contagio y con el ejemplo. Si éstas faltan, la mejor norma nace y muere en el papel.

Kierkegaard (1813-1855) lo vio con singular claridad, señalando que lo crucial no está en elaborar una buena teoría ética, sino en vivir y existir éticamente. Desde luego, nos viene bien saber qué es la honestidad y cómo se refleja en los sistemas contables. Esto es solo un buen inicio. Lo que sigue ya no depende de la norma, está en las manos del actor. Es el viaje hacia el fondo de uno mismo, allí donde se forjan el amor a la verdad, el respeto a los demás, el espíritu de servicio, la humildad para saber que tenemos pies de barro, la sencillez para evitar posturas vanidosas. Es decir, la integridad no se predica, se vive y sabe Dios cuánto cuesta. Predicadores apasionados de honestidad abundan en el escenario político peruano: les sobra ira, les falta autenticidad.

Las normas señalan el camino, pero no caminan. Quien suda la gota gorda es la persona que está en la operación, quien ve pasar el dinero por sus manos un día y otro y resiste en el bien, rechazando la tentación de encontrar la trampa a la ley. Sí, vivir lo que se predica es reduplicar existencialmente la integridad ética. La integridad no es el resultado de leyes anticorrupción, ni mucho menos el resultado de una exitosa campaña de imagen. Como están las cosas, lo que urge son jefes íntegros, más que decretos de urgencia. Y dado que la integridad se cocina en la intimidad del corazón humano, invirtamos más en la formación de las personas, cuya maduración compagina más con el baño maría, que con la llama ardiente.

Lima, 29 de mayo de 2018.