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Vuelvo sobre otro libro de Chesterton. Esta vez se trata de “El acusado”, cuya edición original fue en 1901. Es un pequeño libro de artículos que tienen un común denominador: una defensa de las causas perdidas y que, por su aparente nimiedad, no vale la pena sacar la cara por ellas. Chesterton, a sus 27 años publica el libro rebosante de agudeza y de sentido del humor. Saca a relucir su ingeniosa pluma y defiende las novelas baratas, la cultura popular, la publicidad, el sinsentido, las cosas feas… Me quedo con la defensa de las promesas, un asunto sobre el que llevo años meditando.
Dice Chesterton que prometer es acordar “una cita consigo mismo en algún lugar o fecha lejanos. El peligro está en que no acudamos a la cita”. Nicola Di Bari en una de sus canciones le dice a su amada “Verás, yo volveré/ Te lo prometo volveré/ ¡Te lo juro amor, volveré…!/ porque te amo, ¡Te amo…!” La promesa estaba hecha, no sé si el desgarrado enamorado regresó en busca de su amada. Sí nos consta que el renombrado J. R. Tolkien, al cumplir los 21 años fue al encuentro de Edith, su futura esposa. Su tutor le había prohibido que la viera mientras estuviese estudiando en la Universidad. Cumplió ambas promesas, a su tutor y a su novia.
La cultura contemporánea no favorece la capacidad de prometer y menos la de hacer promesas de largo plazo o de toda la vida. Podemos cambiar de productos y de marcas con mucha facilidad. Moverse de un trabajo a otro es relativamente fácil, sobre todo cuando se es joven y competitivo. La cultura del éxito, fomentada en bastantes ámbitos educativos, lleva a formar jóvenes que desean llegar cuanto antes a buenos puestos y mejores salarios. La virtud de la paciencia es la menos fomentada. Todo se quiere para ahorita. Un ambiente así deteriora la capacidad de compromiso: a la menor molestia, se rompe la promesa y no se está dispuesto a resistir e insistir.
No le falta razón a Chesterton cuando señala que en nuestro tiempo hay un cierto “terror a uno mismo, a la debilidad y mutabilidad propias”. “Un hombre moderno –continúa diciendo- se abstiene de jurar que contará las hojas de uno de cada tres árboles que encuentre en, no porque hacerlo sea estúpido, sino porque posee la profunda convicción de que, antes de haber llegado a la hoja número trescientos veintinueve del primer árbol, estará demasiado cansado del asunto y querrá volver a casa para tomar el té”. Dicho de otro modo, podemos anidar en nuestro interior el temor de que llegada la luna llena, nos convirtamos en otra persona distinta del que hizo la promesa. Las dudas nos asaltan: ¿y si en lugar de Julieta, más adelante aparece Beatriz? ¿Por qué mantener la obligación de venderle a Juan según contrato firmado, si puedo vender mi mercancía a Pedro, a mejor precio? ¿Por qué comprometerme a acudir a la cita, si ya no tengo ganas o me ha salido un plan mejor?
Jugarme por una promesa, ser leal a una persona o a unos principios, estar en las buenas y en las malas, supone un temple especial, aquel que lleva a honrar la palabra empeñada. Tomarse en serio la promesa es estar dispuesto a quemar las naves para dedicarse ardientemente al proyecto de vida escogido, sin lancha aguardando a la orilla por si en el camino nos desanimamos. No hay vuelta, para disfrutar de la fragancia de la vida lograda, hay de pasar por las penalidades del soldado.
Lima, 20 de agosto de 2018