Etiquetas
Dorothy Sayers (1893-1957) fue una afamada escritora, ensayista y traductora inglesa, creadora de Lord Peter Wimsey, detective de sus novelas policíacas. Tuvo entre sus preocupaciones la formación intelectual de la juventud, como se aprecia en uno de sus ensayos, “Las herramientas perdidas del aprendizaje”, de reciente traducción (Pamplona, 2020). Una propuesta para no perder de vista la importancia de enseñar cómo usar las herramientas del aprendizaje vinculada al tradicional “Trivium” de la educación medieval: gramática, dialéctica y retórica. Una buena gramática para conocer a fondo la estructura del idioma. La dialéctica para adquirir la destreza de hacer declaraciones precisas, definir términos y construir discursos argumentados. Finalmente, una buena retórica para expresarse de modo elegante y persuasivo.
Estas asignaturas son propiamente herramientas para el aprendizaje. No son conocimientos que se cursan y se dejan en el cajón de los recuerdos. Son destrezas que deben acompañar al alumno en todo momento, hábitos de estudio que facilitan el aprendizaje de todas las otras disciplinas en la etapa escolar, universitaria o de posgrado. Las requieren los de letras y los de ciencias. Con ellas se tiene facilidad para moverse en la arquitectura del lenguaje, se descubren las falacias e incoherencias en no pocos escritos y se goza ante la solidez de una propuesta convincente y bella.
Pienso que ganaríamos mucho en la universidad, especialmente en los dos primeros años de estudios, si nos tomáramos en serio ofrecer un buen aprendizaje en lengua, redacción, literatura, métodos de estudios. Son asignaturas que “enseñan a los seres humanos cómo aprender por sí mismos; y cualquier tipo de instrucción que falle a la hora de hacer esto no es más que esfuerzo gastado en vano”, sentencia con firmeza Sayers.
No le falta razón, asimismo, cuando dice: “Hemos perdido las herramientas del conocimiento –el hacha y la cuña, el martillo y la sierra, el cincel y la garlopa– que se adaptaban tan bien a todas las tareas. En vez de ellas nos hemos quedado solamente con un conjunto de plantillas complicadas, cada una de las cuales sirve solo para una tarea y ninguna más, y en usos en los que ni ojo ni la mano reciben ningún tipo de entrenamiento, de modo que nadie ve jamás la obra como un todo o nadie ‘mira hacia el fin (sentido) del trabajo”. Estas herramientas son, pues, como el cañamazo que une las diversas disciplinas haciendo que sus contenidos se hagan inteligibles. Las necesitan profesores y alumnos. De ahí que unos y otros han de transitar de continuo por la narrativa, la lírica, los ensayos; caminos de probada eficacia para mejorar la calidad de la redacción, el rigor de la exposición, la belleza de la palabra.
Un universitario no puede quedarse tranquilo si lee poco o casi nada. Ha de usar su memoria e imaginación y guardar en ellas textos, escenas, metáforas, imágenes, historias, conceptos, datos. No le servirá de excusa declarar que todo eso está en los libros o en la tableta electrónica. En donde deben estar es en su cabeza como recursos disponibles para hacer sabrosa su exposición. Cuanto antes se empiece, mejor. Por eso, no convirtamos al curso de “métodos de estudio” en la Cenicienta de las asignaturas. Es un reto de mucha monta para el profesor que lo dicta y no morir en el intento. Conseguirá su objetivo si se orienta a reafirmar el “Trivium”, propio de la educación clásica y liberal en el sentido técnico de esta expresión. Saber leer, escribir y pensar no son poca cosa. Son maravillosos hábitos del arte de aprender por sí mismo.
Francisco Bobadilla Rodríguez
Lima, 30 de abril de 2020