La filosofía práctica del siglo XX tiene en Hanna Arendt, Leo Strauss e Isaiah Berlin a tres de sus mejores cultores. De todos ellos se puede decir que han sido “hombres de letras” apasionados por la libertad en sí misma, “sin amo ni agobiados por ganarse la vida. En otras palabras –dice Arendt- personas que gozaban de los privilegios atenienses y romanos, con excepción de la participación en los asuntos de Estado que tanto ocupaba a los hombres libres de la Antigüedad”.
“La libertad de ser libres” (2018) es un ensayo inédito de Hanna Arendt, probablemente, escrito hacia 1967. Están en este breve texto las grandes preocupaciones de la autora: la revolución y la libertad. Recuerda que el significado original de la palabra “revolución” es el de restauración, es decir, una vuelta hacia atrás. Sólo a partir de la Revolución Americana y de la Revolución Francesa el término adquiere el significado que nos es familiar, como cambio novedoso en un giro de 180° de las cosas. “Es en el transcurso de ambas revoluciones, cuando sus actores iban adquiriendo conciencia de que se habían embarcado en una empresa completamente nueva y no en el regreso a una situación anterior, fue cuando la palabra <> adquirió, por consiguiente, su nuevo significado”.
Para Arendt, la Revolución Americana fue un éxito, no así la Revolución Francesa que terminó en el fracaso. “Los hombres de las primeras revoluciones –afirma Arendt-, aunque sabían muy bien que la liberación debía preceder a la libertad, no eran conscientes aún del hecho de que aquella significaba algo más que la liberación política de un poder absoluto y despótico; que la libertad de ser libres significaba ante todo ser libre no solo del temor, sino también de la necesidad (pobreza, miseria, hambre). Y la situación de pobreza desesperada de las masas del pueblo, de aquellos que por primera vez salieron a la luz cuando irrumpieron en las calles de París, no podía superarse por medios políticos (…). La Revolución estadounidense tuvo la suerte de no tener que enfrentarse a este obstáculo a la libertad y, de hecho, debió en gran medida su éxito a la falta de una pobreza desesperada entre los hombres libres del país y a la invisibilidad de los esclavos en las colonias del Nuevo Mundo”.
Arendt, asimismo, vuelve sobre una de sus ideas más queridas, la libertad, cuya plenitud sólo se alcanzaría en el espacio público. Dice “los derechos civiles son resultado de la liberación, pero no constituyen en absoluto la auténtica sustancia de la libertad, cuya esencia es la admisión en el ámbito público y la participación en los asuntos públicos”. Sin participación en el espacio público y en la administración de los asuntos comunes no hay pleno ejercicio de la libertad. Para este fin, Arendt sostiene que no toda forma de gobierno es pertinente. La forma ad hoc sólo sería la República, “que no sabe de súbditos ni tampoco, estrictamente hablando, de soberanos”. Una República supone ciudadanos comprometidos con el destino de su país y es inseparable de las virtudes cívicas de sus miembros. El “pueblo” sólo aclama, el ciudadano sostiene a su país, no sólo con su voz de protesta sino; fundamentalmente, con su laboriosidad y con el esfuerzo diario para intentar ser íntegro y honesto.
Qué lejos estamos aún los peruanos de conseguir una república de iguales. Lo que tenemos en el día a día es a unos precarios representantes enganchados en los poderes del Estado, enredados en conseguir cuotas del poder, alejados de las preocupaciones y sueños de los ciudadanos. No es tarea fácil, lo sé, pero quizá estamos en el momento de “ser libres para emprender un nuevo comienzo” desde abajo, desde el mundo de la vida: la familia, el barrio, el club…
Lima, 21 de diciembre de 2018.