La pesada carga del poder

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Quien ostenta el poder, ya como estadista o como jefe en la alta dirección de las organizaciones, no la tiene fácil cuando ha de tomar decisiones de las que se siguen consecuencias de alto impacto para el futuro de la sociedad o sus stakeholders. Decidir con determinación y, a la vez, con temor y temblor supone una madurez de carácter poco habitual en el común de los mortales. El libro de Robert D. Kaplan, La mentalidad trágica: sobre el miedo, el destino y la pesada carga del poder (RBA, 2023), es una reflexión sobre el vértigo que supone la toma de decisiones en la cúspide del poder. La propuesta de Kaplan se nutre de su experiencia como reportero de los conflictos bélicos de las últimas décadas, de tal modo que el libro sintetiza horas de campo y horas de escritorio tratando de comprender esta dimensión de la existencia humana.

               Para Kaplan, “no hay ninguna metodología politológica que se pueda comparar con la perspicacia de los griegos, de Shakespeare y de los grandes novelistas. Y las ideas más poderosas y profundas nacidas de esa perspicacia se originaron todas en el crisol de la tragedia, donde se encuentra la clave para comprender un mundo en agitación en el que se libra una lucha implacable contra el caos dionisiaco”. De este caos, con sus tiranías, desórdenes e injusticas, nos hablan Sófocles, Esquilo, Eurípides, Shakespeare, Dostoyevski, Conrad, Solzhenitsyn, Camus. El manejo que Kaplan hace de esta vertiente trágica de la literatura está muy bien conseguido, abriendo espacios para la meditación detenida.

               La experiencia personal y profesional, al cabo de los años, tiene de logros y de fracasos. Es una bendición que, al final de la carrera biográfica, algo de sabiduría nos alumbre de tal manera que la humildad se abra paso para reconocer que ni lo sabemos todo, ni lo podemos todo. “Mis propias humillaciones morales -anota Kaplan- son saber que un libro que escribí tuvo el efecto—involuntario por mi parte— de demorar la reacción de un presidente estadounidense a los asesinatos en masa que se estaban produciendo en los Balcanes, y que contribuí a promover una guerra en Irak que terminó provocando cientos de miles de muertes. Las dos, sumadas, llevan décadas pesando en mi conciencia, con devastadores efectos incluso en según qué momentos, y son también las que me han movido a escribir este libro”.

               Las tiranías son odiosas, las injusticias son lacerantes, lo sabemos y las sufrimos. Pero no basta con derribar las tiranías, si a la vez, no sabemos dar solución a lo que sigue para evitar el surgimiento de la anarquía. Dice Kaplan, “las jerarquías pueden ser injustas y opresivas, desde luego. Pero su desmantelamiento conlleva también la responsabilidad de erigir otras nuevas y más justas, pues la cuestión del orden siempre es la fundamental. En muchas tragedias griegas, el argumento gira en torno a la destrucción del orden por culpa de algún acto concreto que desencadena la locura y el desorden… hasta que el orden se restablece al final. Si esta ha sido la pauta a lo largo de la historia humana, ¿por qué no iba a seguir siéndolo?”. Albert Camus lo tenía muy claro: “el rebelde que pone en cuestión a un Estado tiránico debe contar con un orden de gobierno alternativo en mente que llevar a la práctica, porque, si no, también su rebelión pierde legitimidad”.  Para solucionar un problema no basta con dinamitar la estación del meridiano de Greennwich, como lo señaló Conrad en su novela El agente secreto.

               En el mundo de la toma de decisiones cruciales, “ser constantemente racionalistas es no ser realistas. El vino, viene a decirnos Eurípides, es tan necesario como la más árida reflexión”. No es la cabeza del agente quien toma las decisiones, es toda la persona con sus sesgos, apetencias, ilusiones, ambiciones. Escritorio y campo de acción curten al decisor. Por eso, Kapla recomienda que una cierta sensibilidad trágica es conveniente para darse cuenta del impacto que puede acarrear una decisión en el futuro inmediato y mediato del entorno social. Una mezcla de clarividencia, condimentada con humildad y temor para no caer en la hybris (exceso) de pensar que somos dioses del Olimpo: saber que por encima de nosotros hay un algo superior y un cielo que nos abarca nos da moderación y recato.

Francisco Bobadilla Rodríguez

Lima, 7 de abril de 2024.

Los profetas de la crisis global

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Tratar de entender nuestro tiempo es un asunto de gran envergadura. Las perspectivas son múltiples. La propuesta de Alexandre Havard (7 profetas. Un análisis de la crisis mundial. EUNSA, 2023) es sencilla y toma posición. Su ensayo no pretende ser exhaustivo. Es una mirada a vuelo de pájaro, la suficiente para dar noticia de su planteamiento que tiene una impronta humanista y trascendente, en donde Dios cuenta. Algunos de sus énfasis pueden ser desproporcionados, pero no restan claridad a su discurso. Es un ensayo que invita a pensar. Cada lector puede elaborar sus propias reflexiones.

               Descartes (1596-1650), Rousseau (1778-1778) y Nietzsche (1844-1900) son los notarios y diseñadores de las líneas de fuerza configuradoras de la modernidad, cuya mochila lastra, en gran medida, sus logros. De otro lado están los pensadores críticos de los rumbos que ésta ha tomado. Son faros iluminadores de los espacios dejados en penumbra e invitan a recuperar las estancias humanas y divinas preteridas por la modernidad. Están Pascal (1623-1662), Kierkegaard (1813-1855), Dostoyevski (1821-1881) y Soloviev (1853-1900). Siete profetas, todos ellos, viejos conocidos.

               La claridad analítica de Descartes es paradigmática. La racionalidad con la que piensa la realidad deshace el ripio que suele encontrarse en la complejidad humana. El problema es que lo humano no queda agotado por el cogito. Hace falta, también, tener en cuenta el espíritu de fineza al que se refirió Pascal, pues el solo espíritu de geometría no sabe dar razón de las razones del corazón. Éste no es una caja negra, ni es un nido de víboras al que haya que recluir en el sótano de la vida. Buscar la integridad de la persona, en donde cabeza y corazón se entrelacen es un cometido para el que Pascal en sus Pensamientos ofrece agudas observaciones -amables y exigentes, a la vez- para la vida buena.

               Al racionalismo seco de la modernidad, Rousseau agrega la dimensión afectiva de la condición humana, no sin antes criticar el racionalismo ilustrado. Lo suyo, es más bien, exaltar los sentimientos, con una alta cuota de “buenismo”, presentando una versión angelical del ser humano: el hombre es bueno por naturaleza, la sociedad lo corrompe. Nada de pecado original, ni de tendencias maliciosas, sólo un caudal límpido de emociones, sentimientos y pasiones; perfectamente compatible con el funcionalismo racional de la sociedad que Alasdair MacIntyre ha descrito con mucho tino. Este emotivismo libertario, al que conduce el sentimentalismo de Rousseau, cada cierto tiempo libera al individuo -oprimido por las cadenas jurídicas del Leviatán estatal hobbesiano- de las normas y vínculos jurídicos asumidos como ciudadano, para volver a ser el buen salvaje individualista (divorcio express, aborto pro choice…).

               En contrapunto con el sentimentalismo roussoniano está la existencia auténtica de Kierkegaard. Él es consciente del reduccionismo racionalista de su tiempo (Hegel) y, también, del reduccionismo sentimental o estético que dan una imagen limitada de la existencia humana. La autenticidad del ser humano es mucho más. Tiene la profundidad del estado ético, en donde el bien y el mal, los deberes, el sentido de la responsabilidad son categorías determinantes de la existencia. Asimismo, tiene la altura del estado religioso, por el que el caballero de la fe -sin seguridad intelectual suficiente- es capaz de esperar contra toda esperanza. Vivir según Kierkegaard, dice Havard, es evitar disolverse en el anonimato, rechazar toda forma de totalitarismo y tomar decisiones conscientes, libres y resueltas.

               Nietzsche es la rebeldía pura frente a todo lo que quiera superar al hombre. Prometeo y Dionisio se quedan cortos frente a las pretensiones del superhombre. Barre de un plumazo a Dios, el cristianismo y cualquier valor inspirado en ellos. Su voluntarismo es avasallador. Su vida tiene mucho de tragedia y su pensamiento llega al nihilismo. “Aunque Nietzsche menciona repetidas veces Crimen y castigo de Dostoyevski -anota Havard-, Raskólnikov y el superhombre son naturalezas muy diferentes, se encuentran casi en las antípodas uno del otro (…). El superhombre de Nietzsche no es el Raskólnikov, sino el Pyotr Verjovenski de Los demonios (1872), quien predica el hombre-dios. Éste no tiene dudas ni remordimientos. Tiene el poder de hacer cualquier cosa, incluso lo inimaginable. El Zaratustra, en el que Nietzsche elabora la figura del superhombre, tiene los rasgos con los que Dostoyevski caracteriza al hombre-dios (cf. p. 154). Frente a los arrebatos de grandeza vertiginosa y nihilismo disolvente de Nietzsche, está la pasión por el ser humano, en su fragilidad y dignidad, quien no deja de ser imagen y semejanza de Dios, tal como lo encontramos en las densas páginas de Dostoyevski.

               Termina Havard su ensayo con Soloviev. Conocía su Breve relato del Anticristo y poco más. Un pensador fascinante en el que obra y vida se funden. Un buscador continuo de la unidad, de las verdades encarnadas, de aquellas que muerden carne. De hondo misticismo y pensamiento original para quien “la esencia del cristianismo es la transformación del mundo y de la humanidad en el espíritu de Cristo. Esta transformación es un proceso lento y complejo. El Reino de Dios es un árbol que crece, un fruto que madura, una masa que se hincha” (p. 185). “Vivir según Soloviev es practicar la unidad de vida, divinizar todos los aspectos de la existencia humana, santificar el mundo imbuyéndolo del espíritu cristiano, construir el Reino de Dios en el corazón mismo de la sociedad” (p. 188).

               El ensayo de Havard es como colocarse en uno de los miradores de la Costa Verde de Miraflores: no sé ve todo el Océano Pacífico, pero se ve bastante, sabiendo que allí donde termina el horizonte de nuestra vista, comienza un mar mucho más inmenso abierto a la exploración y la reflexión.

Francisco Bobadilla Rodríguez

Lima, 1 de abril de 2024.

La ley natural y los motivos de la acción

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Pierre Manent es un reconocido profesor de filosofía del derecho y filosofía política. Ha escrito La ley natural y los derechos humanos (Katz, 2021), un tema abierto al diálogo constante de los investigadores. Manent aborda el tema desde la perspectiva clásica en contrapunto con la visión moderna del derecho. Así, señala que “la idea cristiana, o bíblica, de una humanidad que comienza bajo la ley y que, obediente o desobediente, permanece bajo la ley es reemplazada por la de una humanidad que comienza en una libertad ignorante de toda ley y que, una vez obligada por la necesidad a darse leyes, solo lo hará bajo la condición y con la intención de preservar la integridad de su libertad sin ley: el ciudadano moderno, al ubicarse bajo la ley que ha producido, espera seguir siendo, según la fórmula del Contrato social, «tan libre como antes». En otras palabras, a partir de ahora la ley solo tiene validez o legitimidad si apunta a garantizar los derechos humanos y se limita a esa finalidad” (p. 14). De ahí que la ley, en la modernidad, se oriente a darle carta de ciudadanía a todas las pretensiones que el individuo o los colectivos deseen.

               La modernidad, sostiene Manent, concibe a la naturaleza de un modo muy simple, reduciéndola a un contenido biológico mínimo, sin consistencia ni capacidad de orientar una ruta futura de conducta. Esta naturaleza no tiene nada que enseñarnos sobre lo que es el ser humano y, menos, acerca de lo que debe llegar a ser. De este modo, el desarrollo humano se torna libre, indiferenciado: todas las posibilidades de configuración tendrían y tienen cabida. La naturaleza, así entendida, está separada radicalmente de propiamente humano, de tal modo que puede ser construido o deconstruido como se quiera, puesto que no existe una base natural determinante o inspiradora de la biografía humana (cfr. pp. 15-16).

               Llegado a este punto, sugiere Manent que “la extensión de los derechos, la apertura de «nuevos derechos», no puede nunca constituir más que la mitad de la tarea de humanización. En efecto, tenemos la obligación de ordenar el mundo común por medio de reglas o de leyes determinantes que deberán derivar de otras fuentes, además de los derechos humanos. La declaración y la promoción de los derechos humanos -afirma Manent- suponen la existencia previa de un mundo humano ya ordenado de acuerdo con reglas o finalidades que no derivan simplemente de los derechos humanos” (p. 56). Es decir, nuestro mundo es, esencialmente, árquico, ordenado. Sin embargo, los iniciadores del movimiento moderno plantearon que ese carácter árquico no era para nada natural, que lo natural era, por el contrario, la anarquía de una condición sin mandato ni obediencia y que, solo a partir de esta condición semejante, se podía construir un mandato justo y una justa obediencia, de tal manera que las leyes se ajustarían a nuestras propias querencias para seguir siendo libres bajo el mandato de la voluntad general (cfr. p. 109).

               Manent no renuncia al orden y sostiene que los derechos humanos requieren de una raíz fundante que es la ley natural, la cual se explicita en la vida práctica del ser humano, cuyas acciones exigen “una colaboración y una ponderación entre los tres principales motivos que son lo agradable, lo útil y lo honesto. A este último puede añadirse lo justo y lo noble, que entran en el mismo género. Estos motivos pertenecen al ser humano en cuanto que tal. Ningún ser humano puede evitar ser movido por lo agradable, lo útil y lo honesto (lo justo, lo noble). No tenemos poder sobre la presencia activa en nosotros de estos tres grandes motivos, aun cuando la fuerza de cada uno y su peso relativo, la manera en que afectan nuestras acciones, varían de acuerdo a nuestra naturaleza individual, nuestra educación y, precisamente, la manera en que nos habituamos a actuar” (p. 111).

La introducción de los motivos en la acción humana, según Manent, proporcionaría una comprensión adecuada de la ley natural y de su carácter práctico. Se conseguiría así escapar a “la tiranía de lo explícito y de lo exhaustivo, que es la fatalidad y el flagelo de la filosofía de los derechos humanos, la cual, habiendo abandonado la perspectiva del agente, no puede guiar la acción más que por medio de proposiciones absolutas que no podrían entrar en una deliberación práctica porque, allí donde se ha declarado un derecho humano, no hay nada que deliberar sino solo aplicarlo estrictamente”. En cambio, la comprensión de la ley natural, en su dimensión práctica y atendiendo a los motivos de la acción, excluye una explicación dogmática y despótica, en tanto deja siempre espacio para deliberar y luego elegir (cfr. p. 121). La ley natural, así concebida, es una guía de la acción y no un protocolo rígido, que permite juzgar respecto de los bienes mejores.

Es encomiable el diálogo que Manent realiza entre la perspectiva clásica y la moderna alrededor de la ley natural y los derechos humanos. Introduciendo los motivos en la ley natural, ésta adquiere frescura y pierde la rigidez a la que está expuesta, cuando se la aísla de su escenario natural que es la vida práctica.  Sin embargo, me parece que, concebir la ley natural como el conjunto de inclinaciones hacia lo agradable, lo útil y lo honesto, es reductivo e insuficiente. Esta perspectiva aristotélica se queda a mitad de camino y, aunque, le da flexibilidad a la ley natural, no consigue resolver el problema: qué bienes placenteros, útiles u honestos son los que le convienen al ser humano en cuanto tal. La ponderación tiene que estar acompañada del discernimiento del bien inherente a la esencia humana. Es decir, volvemos al principio de la discusión en el sentido de precisar cuáles son esas tendencias y bienes intrínsecos que convienen al florecimiento humano.

Un ensayo muy sugerente del profesor Manent, un tema -el de la naturaleza, la ley natural y los derechos humanos- al que hemos volver muchas veces en el intento de hacer comprensible la condición humana.

Francisco Bobadilla Rodríguez

Lima, 21 de marzo de 2024.

Quien camina en la Verdad, llega

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Me llamó gratamente la atención la edición en español de la obra teatral de Karol Wojtyla, Jeremías (Didaskalos, 2023), al cuidado de la profesora Carmen Álvarez Alonso, quien escribe el largo y enjundioso estudio preliminar de esta obra de juventud de Wojtyla, escrita a sus 20 años, en 1940. Conocía la obra de teatro El taller del orfebre y parte de su poesía, la traducida al español. Esta obra de juventud pone de manifiesto la entraña artística de quien será San Juan Pablo II en donde relucen tantos de los temas que acompañarán su labor intelectual y pastoral: la verdad con minúscula y mayúscula, la identidad cultural y espiritual de los pueblos, el patriotismo, el hondo sentido cristiano de la vida, la esperanza que acompaña los gozos y pesares de los seres humanos.

               Jeremías, el profeta del Antiguo Testamento, alza la voz en nombre de Dios para decirle al pueblo de Israel que vuelva al Camino y cumpla la Ley. Los falsos dioses, los Baales e ídolos a los que se han volcado las élites gobernantes y el pueblo judío son una clara ruptura de la Alianza. Jeremías anuncia que el éxito y prosperidad de la que en ese momento gozan es flor de un día: todo se esfumará y será destruido por los invasores. Profecía que, efectivamente, se cumple cuando Jerusalén cae y el pueblo es desterrado a Babilonia.

               Wojtyla toma pie de Jeremías para meditar la caída del pueblo polaco bajo la opresión de los nazis y, luego, de los soviéticos. La “despolonización” a la que son sometidos por los invasores requiere de memoria y de valor para no perder la conciencia de patria, forjada a lo largo de siglos y que le dio a Polonia su identidad cultural, histórica y espiritual. El cristianismo polaco no es un barniz externo, sino que es un constitutivo de su identidad nacional. Wojtyla, por eso, coloca como personajes al general polaco Stalislaw Zolkiewski, quien falleció en la batalla de Cecora contra las fuerzas otomanas. El otro personaje importante es el Padre Pedro quien sabe que no bastan las palabras si no están acompañadas del poder transformador del Espíritu: “No bastan las palabras, no bastan las palabras. ¡Hay que avivar los corazones, que ardan! Hay que surcarlos como un arado -quede cortada la maleza- quede arrancada la cizaña” (p. 137).

               Volver a la fuente del agua viva pide Jeremías a su pueblo: “¿dónde está la fuente que mana sin cesar, en medio de este pueblo, en Israel? ¡Primero debéis los ojos lavar! ¡Primero debéis los ojos lavar! -y quedar puros como el cristal, no en el adulterio, no en la mentira, sino en la Verdad ante Jahvé. En la Verdad está la Libertad y el Esplendor- En la mentira a la esclavitud váis” (p. 153). “La Verdad os hará libres”, está expresión del Evangelio, Wojtyla lo tiene muy claro. No es sólo para el ámbito personal, lo es, también, para el espacio público. Qué importante volver a meditar e inflamar el corazón con este clamor: proclamar la verdad, ser verdaderos. Acostumbrarnos a la mentira en el espacio público, ya sea en la política, la economía o la empresa, es de muy baja ley. La mentira paga muy mal y carcome la convivencia humana: no hay familia, ciudad o país que resista el poder disolvente de la mentira y engaño.

               Dice el Padre Pedro: “¡¿Son éstos los hermanos?! ¿Cómo puede ir bien una familia, cómo puede ir bien, si es tan fácil que un hermano mate a otro hermano? Yo lo he visto. Pero, ¿por qué? ¿por qué? Pues, por envidia, para apropiarse de todo. No es solo tuyo este país tan amado, no es solo tuya esta madre sagrada, ¡también ha de serlo para otros! ¡También para otros!” (p. 183). Basta pensar en el lamentable espectáculo de la corrupción política que nos aqueja de modo llamativo en los últimos 25 años, para darnos cuenta que en la raíz de los sobornos y dimes y diretes de unos y otros están la codicia, la envidia, la ira. Todos ellos, pecados capitales que nacen de las tinieblas del corazón. Vicios del alma que llevan a medrar en beneficio propio, olvidándose del prójimo y del bien común.

               En cada tramo de esta obra de teatro de Karol Wojtyla nos encontramos con parlamentos como éstos que no dejan indiferentes al lector. Nos invitan a detenernos y meditar, nos inquietan e interpelan, pero, la vez, nos llenan de un sano optimismo, pues quien camina en la Verdad, aun cuando el camino sea estrecho, llega.

Francisco Bobadilla Rodríguez

Lima, 18 de marzo de 2024.

La economía entre la sociedad y el Estado

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Miguel Alfonso Martínez-Echevarría presenta un nuevo libro, fruto de muchos años de investigación y docencia: La economía entre la sociedad y el Estado (EUNSA, 2023). Una síntesis de las relaciones entre economía y política, cuya formulación se establece en el siglo XVII en donde sitúa el nacimiento del concepto moderno de Estado y economía. “De modo más concreto, la tesis central de este libro es que ese concepto surgiría de un modo negativo de entender la política, consecuencia de la antropología pesimista de Lutero y Calvino, y, en última instancia, de la nueva noción voluntarista de ley planteada por la filosofía nominalista”. El autor analiza las claves culturales del planteamiento moderno que concibe a la economía como una estructura o sistema que, a pesar de estar movido por las pasiones, estaría regulado por un mecanismo impersonal que, de modo autónomo y no intencional, llevaría a la más amplia satisfacción de las necesidades colectivas. En este sentido, la supuesta “disciplina” o “racionalidad” de la economía vendría a ser el “sustituto moderno” de la “arbitrariedad” y la “corrupción” propias de la política” (pp. 10-11).

               El libro es una síntesis de gran envergadura que recorre la historia de Occidente desde la antigüedad clásica hasta nuestros días. Confluyen en sus páginas la perspectiva histórica, filosófica, económica, política, cultural. Una propuesta ambiciosa. Señala el autor -en un concepto que le es muy querido- que “en cuanto manifestación de la libertad, la historia no es predecible, no está determinada desde atrás, desde unas supuestas condiciones iniciales, como sucede con el cosmos newtoniano, sino que está impulsada hacia delante desde el principio de libertad que reside en cada hombre, que en cada momento abre nuevas posibilidades y deja de lado otras. Lo que hace posible la historia es la libertad de cada persona, cuyo destino trasciende la historia. La verdadera novedad no es el progreso, en el sentido del resultado externo, sino la aportación singular e irrepetible de cada persona” (p. 500).

               Los seres humanos damos respuestas a los retos que nos plantea la época, con mejor o peor éxito. La configuración social a la que arribamos tiene historia y se abre a nuevas alternativas. La sociedad mejor y definitiva no existe como quisieron algunas interpretaciones del estilo de Hegel o Marx: la sociedad perfecta aquí en la tierra y para siempre. Utopías que, convertidas en historia, han dado origen a los funestos totalitarismos de los que hemos sigo testigos en el siglo XX.

               Asimismo, ciertas concepciones del mercado han visto en él la solución de los problemas de organización social, pues consideran que existen unas leyes naturales que, dejadas a su sola lógica, resolverían los problemas de la economía a todos sus niveles. Martínez-Echevarría anota, más bien, que “no existe un mercado uniforme en sus operaciones y cualidades en todos los lugares y tiempos. La idea clásica del mercado como un proceso natural –o “neutral”– ha quedado superada” (p. 507).

               De otro lado, “al pretender que la sociedad política fuese un sistema, un resultado externo consistente, se estaba imponiendo que la acción humana sólo podía ser poiética”, reducida a la capacidad de hacer, producir o fabricar cosas o resultados externos. “En otras palabras, la marcha de la historia dejaba de estar ligada con la praxis y libertad de cada una de las personas, para quedar convertida en un proceso determinista” (p. 503). Se olvidó la dimensión valorativa de la acción humana, aquella que nos hace mejor o peores personas. En este sentido, la política queda circunscrita a planes de gobierno que ofrecen hacer cosas, “obras” (infraestructura, producción, dinero, colegios, hospitales), dejándose de lado la posibilidad de crear las condiciones para la vida buena de los ciudadanos. Una política centrada sólo en los medios, desentendiéndose de los fines y de la dimensión moral de la conducta humana.

               En esta escisión, ve Martínez-Echevarría “el error de la modernidad, al haber reducido el hombre a su producto, olvidando que el hombre es un acto, siempre en tensión hacia el don, que apunta a la entrega y la reciprocidad. Podemos así llegar a la conclusión de que lo que ha dado lugar a la crisis de la postmodernidad, ha sido el fracaso inevitable de haber pretendido establecer un “fin natural” del hombre, un falso sustituto de la “ley natural”. No sólo no se ha alcanzado ese supuesto fin, sino que el resultado se ha ido haciendo cada vez más complejo, imprevisible y difícil de controlar” (p. 532).

               Tenemos entre manos una tarea retadora para volver a integrar en la acción humana su doble dimensión productiva y ética. Economía y política han de dialogar, un diálogo práctico y de competencias motrices finas. Requerimos de más política, lo que no quiere decir de más Estado. Es decir, hemos de recuperar el sentido de responsabilidad de la persona y de las sociedades intermedias en la configuración de la sociedad, confiando en la capacidad creadora de la libertad.

Hay que agradecer a Martínez-Echevarría el libro de madurez que nos ha ofrecido. Lo he disfrutado, aun cuando en más de un tramo haya sido de lectura ardua. Sin lugar a dudas, un libro inspirador, abierto al diálogo y desarrollos posteriores.

Francisco Bobadilla Rodríguez

Lima, 12 de marzo de 2024.

Sor Juana Inés de la Cruz: estudiar para comprender

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“Yo no estudio para escribir, ni menos para enseñar (que fuera en mí desmedida soberbia), sino sólo para ver si con estudiar ignoro menos”. Estas palabras son de Sor Inés de la Cruz (1648-1695), religiosa jerónima mexicana, escritora del barroco español tardío, recogidas en una reciente publicación Contra la ignorancia de las mujeres (Taurus, 2023) compuesta por dos escritos suyos: Respuesta a sor Filotea de la Cruz (1891) y Carta a su confesor “Autodefensa espiritual”. Dos breves y sustanciosos escritos que dan una visión atractiva de la calidad intelectual y espiritual de sor Juana Inés de la Cruz. Había oído habar de ella y encontrarla en este breve libro ha sido un gozoso hallazgo, una invitación a estudiar para comprender.

               En el primero de los textos (Respuesta…) nuestra autora hace una breve referencia a su itinerario intelectual para explicar el amor a las letras que tuvo desde pequeña: “es que desde me rayó la primera luz de la razón, fue tan vehemente y poderosa la inclinación a las letras, que ni ajenas reprensiones -que he tenido muchas-, ni propias reflejas -que he hecho no pocas-, han bastado a que deje de seguir este natural impulso que Dios puso en mí” (p. 17). Aprendió a leer a los tres años. En la biblioteca de su abuelo encontró libros clásicos y piadosos lo que le permitió moverse con facilidad en el conocimiento de personajes de la cultura antigua y medieval. En este escrito, cita a los clásicos y a las Sagradas Escrituras en latín (la edición no coloca la traducción al español), por lo que hay que esforzarse en comprender el sentido texto (en más de una cita mi rudimentario latín ha sido insuficiente).

               Lee para estudiar y, también, por diversión; le atraía todo, de ahí su amplia cultura. Una formación autodidacta de corte humanístico. Esta exquisita cultura no pasó desapercibida en su época, no faltando las incomprensiones con su dosis de envidia por aquellos que se consideraban más versados en conocimientos. Lo señala así: “Menos intolerable es para la soberbia oír las reprensiones, que para la envidia ver los milagros. En todo lo dicho venerable Señora no quiero (ni tal desatino cupiera en mí) decir que me ha perseguido por saber, sino sólo porque he tenido amor a la sabiduría y a las letras, no porque haya conseguido ni uno ni otro” (pp. 39-40). Me entusiasma este amor a la sabiduría de nuestra autora, quien buscaba estudiar para salir de la ignorancia, para comprender mejor la realidad. Un empeño que, tanto para ella como para nosotros, se continúa a lo largo de la vida. Estudiar, simplemente estudiar, y no es poco.

               El segundo escrito es más breve e, igualmente, luminoso. Sor Inés de la Cruz le dirige una carta a su director espiritual. Una carta en la que hace una defensa de su talante espiritual e intelectual frente a las exigencias desmedidas por parte de su director espiritual que, por el tenor de la misiva, en lugar de hacerla crecer, la constriñe en su camino de santidad. Le escribe: “Pues ¿por qué en mí es malo lo que en todas fue bueno? ¿Sólo en mí me estorban los libros para salvarme? Si he leído los profetas y oradores profanos, también leo los Doctores Sagrados y Santas Escrituras, de más que a los primeros no puedo negar que les debo innumerables bienes y reglas de bien vivir”. Dejando a salvo las buenas intenciones de su director espiritual, Sor Inés de la Cruz resalta el particular camino que cada alma tiene en su camino hacia Dios; él de ella pasa por el estudio, la creación artística, compatible con sus obligaciones de religiosa. Pues, “los preceptos y fuerzas exteriores si son moderados y prudentes hacen recatados y modestos, si son demasiados, hacen desesperados; pero santos sólo la gracia y auxilios de Dios saben hacerlos” (p. 86). El acompañamiento espiritual no trata a las almas en serie.

               Unos breves escritos para leer sosegadamente, meditando en los ricos horizontes de la formación humanística y la libertad de espíritu.

Francisco Bobadilla Rodríguez

Lima, 5 de marzo de 2024.

Los caminos de la vida

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Llevo, como las series de televisión, varias temporadas en función que van desde la infancia hasta esta etapa de base sesenta denominada adulto mayor. Es probable que, a muchos, cada década de la vida nos haya supuesto algún quiebre con sus colores y aromas; risas y lágrimas; dramas y comedias; idas y vueltas. Quizá, también, haya más de un desgarrón en el corazón, pues donde está el amor, suele estar presente, también, el dolor.

En este trajinar de años, pienso en lo que decía Gabriel Marcel: “la vida no es un problema que hemos de resolver, sino un misterio que hemos de vivir”. Un problema, como los que solíamos tener en matemáticas, tiene una solución. La lógica se abre paso en la maraña de datos y el teorema, tarde o temprano, queda demostrado. Pues bien, la vida no es un problema en donde los datos encajan uno detrás de otro de tal manera que los porqués y los paraqués que nos preguntamos reciban una respuesta cabal, iluminadora de toda la existencia humana. La vida es, más bien, un misterio que hemos de recorrer dispuestos a asombrarnos, haciendo camino al andar, en una aventura acompañada que expande la mirada y ensancha el corazón para descubrir la propia misión: qué hemos de hacer, qué hemos de llegar a ser, a quién hemos de servir, a quién entregamos la vida. Van, a continuación, algunas pinceladas de este misterioso vivir:

Los quiebres de la biografía personal

No siempre el proyecto vital soñado se corresponde con la vida realizada. Enhorabuena cuando proyecto y realidad coinciden o son simétricos. Pero en no pocos casos, los proyectos se truncan por circunstancias sobrevinientes dando lugar a nuevas trayectorias. Es natural lamentarse por la pérdida del sueño de nuestra vida, pero ya no es de buena ley quedarse empantanados en el continuo lamento. No le falta razón a Tagore cuando señala que “si lloras por haber perdido el sol, las lágrimas no permitirán ver las estrellas”. Sí, nos hubiese gustado que la vida tuviera los rumbos de ensueño primaveral llenos de felicidad idílica. Hemos emprendido otros rumbos y, quizá, conviene tener en cuenta el consejo de Tagore para evitar que las lágrimas nos impidan ver la maravilla del cielo estrellado, de tal manera que encontremos las gotitas de felicidad en lo que tenemos al lado, dejando fuera la nostalgia de lo perdido. Toda cosa tiene su tiempo.

En esta misma dirección, Erik Varden cuenta que Maïti Gertanner, heroína de la Resistencia francesa, fue sometida a duras torturas que truncaron su virtuosismo en el piano a más de inhabilitarla físicamente: “el sufrimiento, para mí, no era un estado transitorio, sino una forma de ser”. Sin embargo, pese a estas limitaciones no buscadas, nació en ella una certeza: “no tenía que tener nostalgia de lo que había sido o de lo que habría podido ser. En vez de eso tenía que amar lo que era y buscar lo que debía ser”. La actitud de Maïti es admirable. No se queda empantanada en los proyectos destrozados. Asume la situación en la que se encuentra y se abre a nuevas alternativas vitales. No es simple resignación, es reconocimiento y afirmación de su ser. Vuelta a empezar, sin amargura. El camino ha de continuar y lo hace por elevación sin renunciar al amor. Es el nunc coepit (ahora comienzo) que hemos de realizar a lo largo de la biografía humana: cambios de oficio, reinvenciones de nuestras competencias, hacernos cargo de la fragilidad y vulnerabilidad de los años y tantas otras sorpresas que nos depara la vida.

Voluntad de sentido y responsabilidad

En tiempos de aguas mansas o bravas, los seres humanos buscamos un norte en la navegación de la vida. Requerimos un anclaje, estar en algo y, procuramos, asimismo, encontrar una respuesta al para qué de lo que hacemos. “No hay nada en el mundo -sostiene Frankl- que sea tan capaz de consolar a una persona de las fatigas internas o las dificultades externas como el tener el conocimiento de un deber específico, de un sentido muy concreto, no en el conjunto de su vida, sino aquí y ahora, en la situación concreta en la que se encuentra”.  Para transitar con sosiego por la vida requerimos un Norte. Este punto de referencia le otorga rumbo y argumento a la existencia humana. No faltarán tramos de la vida en los que nos desorientamos y sobrevenga un estancamiento vital o un activismo errático. Ni lo uno ni lo otro llenan. Lo importante es que el Norte sigue allí como un faro encendido, señalando el camino al que se puede volver. Con Víctor Andrés Belaunde, se podría decir que estamos en un ir y venir de inquietud y serenidad, con una aspiración permanente a la plenitud.

               De otro lado, ante una cierta cultura del pesimismo y de actitudes que tienden a justificar, condescendientemente, el peso de la responsabilidad de los actos propios, con Frankl podemos afirmar que los seres humanos somos capaces de autotrascendencia: ni la herencia, ni las predisposiciones, ni el entorno, ni la educación son una jaula que nos atrapa irremediablemente y nos condena a la infelicidad. “El fatalista -anota Frankl- se dice a sí mismo que darle la mano a la vida no sólo es inútil, sino completamente imposible, porque no somos libres, ni siquiera responsables, sino que somos las víctimas de la coyuntura, del entorno de las circunstancias”. A este derrotismo, Frankl plantea que existe un núcleo irreductible en la criatura humana que nos eleva para asumir la responsabilidad de las acciones benéficas o reprobables que protagonizamos sin escondernos detrás de la fatalidad de la historia: a más libertad, más responsabilidad.

Un corazón doliente

La vida tiene su dosis de fatiga. Cuántas veces nos encontramos sobregirados o agobiados por los trajines diarios o por problemas que nos jalonean de aquí para allá. Son situaciones que nos descolocan y no damos para más. El reposo y el consuelo vienen a pelo. Estas sobrecargas nos restan vigor físico y anímico; sin duda, podemos decir que no estamos en el mejor momento. Sin embargo, tantas veces, incluso en esas circunstancias de disminución, podemos sacar fuerzas de flaqueza para realizar una actividad aun cuando ni el ánimo ni las fuerzas nos acompañen.  Viene a cuento estos versos de Antonio Machado: “Ay de nuestro ruiseñor,/ si en una noche serena/ se cura del mal de amor/ que llora y canta sin pena!” Somos conscientes de que muchas buenas canciones y poemas nacen del corazón afligido del poeta. Deliciosas canciones desesperadas y muy sentidos poemas de amor. Ese mismo corazón doliente no se agota en su pena, pues porque sabe de dolor, es capaz de llevar consuelo a su prójimo. Malheridos y todo, con el ala rota y el alma acongojada podemos llevar alegría y ser soporte de quienes están alrededor nuestro.

Felices aquí para ser felices Allá

               “La felicidad del cielo, decía San Josemaría, es para quienes saben ser felices aquí en la tierra”. Buscamos la felicidad y, aunque la vida no sea toda de color rosa, no renunciamos a ser felices aquí, con y en medio de nuestros semejantes. La mística ojalatera de la que hablaba este santo es una buena caracterización de quien espera ser feliz sin los inconvenientes del camino: “ojalá no me hubiese casado, ojalá hubiese nacido en otro país, ojalá viviese sin la inseguridad del momento, etc.” Males y cizaña los encontramos en todo sitio: en la familia, el barrio, la ciudad, el orbe. No vivimos en el mejor de los mundos posibles, ni existe la ciudad perfecta. El mal es real y todos necesitamos de redención: un quién aquí y un quién en el Cielo que nos salve. En el día a día estamos llamados a sembrar, esforzadamente, semillas de paz y alegría, procurando no cegar las fuentes de la esperanza.

               Para un cristiano la Cruz no es una novedad, no hay Resurrección sin Pasión, ni felicidad sin lágrimas. La Doncella de Nazareth a quien el Arcángel Gabriel le dice “Alégrate, María” cuando le anuncia que será la Madre del Redentor, es la misma Madre Dolorosa, llena de lágrimas junto a la Cruz de su Hijo. La alegría, llanto y tantos porqués que la Virgen Santa guardaba en su corazón nos señalan el camino para vivir el misterio de la vida.

Francisco Bobadilla Rodríguez

Lima, 2 de marzo de 2024

Crisis de la vida, crisis de la narración

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Byung-Chul Han no deja de escribir. Son ensayos cortos, sugerentes. Su forma de pensar la realidad y el hilo conductor de su propuesta se mantienen de tal modo que, en cada entrega, hay una nueva mirada para esclarecer los entresijos de la cultura contemporánea. En Crisis de la narración (Herder, 2023) Han hace un elogio de la narración, contraponiéndola a la información. “La memoria humana -dice Han- es selectiva y narrativa. En eso se diferencia del banco de datos. Mientras que la memoria digital trabaja añadiendo y acumulando. La narración se basa en seleccionar y enlazar acontecimientos” (p. 44). De ahí que, la narración hilvana los diversos episodios de la vida en una trama de sentido. La información enumera: me levanté, fui al trabajo, almorcé, sufrí este percance, lidié con el calo, volví a casa… La narración, en cambio, entrelaza los hechos y consigue articular una historia de la que somos protagonistas, con un origen, un camino y un destino.

               Han afirma que “vivir es más que resolver problemas. Quien se limita a resolver problemas no tiene futuro. La narración es lo único que abre el futuro, al permitirnos albergar esperanzas” (p. 35). Comprender al ser humano como solucionador de problemas es bastante, pero es insuficiente. Solucionar problemas, sin negarle importancia a esa capacidad humana, no deja de ser una respuesta meramente reactiva. Es adentrarse a la realidad con un paso de retraso, comparecer a lo ya acontecido. Los seres humanos aspiramos a más, deseamos ser proactivos: deseamos una vida que se adelante a lo ya dado, de tal manera que nuestro hacer nos perfeccione y, a la vez, nos permita perfeccionar el entorno.

               Hay, sin embargo, una forma sutil de permanecer en la mera respuesta reactiva no ya del solucionador de problemas, sino del vividor de los instantes placenteros ofrecidos por doquier por la sociedad del consumo. Este gozador de placeres vive en el eterno presente, no se plantea grandes hazañas o propósitos que le lleven a entregarse en proyectos solidarios de mejora de la sociedad. Lo suyo es sólo optimizar su placer, no está en su horizonte vital comprometer su vida en el florecimiento humano de quienes carecen de oportunidades de progreso material y espiritual.

               Me parece luminosa la forma en la que Han articula la felicidad con la narración. Escribe: “la felicidad no es un acontecimiento puntual. Es como un cometa con una cola muy larga, que llega hasta el pasado. Se nutre de todo lo que se vivió. Su forma de manifestarse no es brillar, sino fosforecer. Debemos a la felicidad la salvación del pasado. Para salvar el pasado se necesita una fuerza tensora narrativa que lo acople al presente y l permita seguir repercutiendo en él” (p. 37). La felicidad ha de incluir a toda la existencia humana. No se circunscribe sólo a lo que solemos considerar como acontecimientos felices. La felicidad envuelve la totalidad de la narrativa biográfica en la que no faltan lágrimas, fracasos, tensiones. Las experiencias de vértigo, los placeres intensos no dejan de ser puntuales y meramente contingentes; son hechos, datos, remedos de los goces plenos, formas de huida ante el vacío existencial propio de una vida carente de argumento. Por eso la felicidad tiene mucho de redención, pues la aventura humana, en sus caídas y desatinos -buscados o sobrevinientes- necesita de salvación. Los seres humanos requerimos restañar heridas y asirnos a una mano para enrumbar la personal trayectoria vital.

               La narración no lo es todo, pero como afirma Han, ayuda al autoconocimiento y nos brinda argumento, sostén y orientación a la vida.

Francisco Bobadilla Rodríguez

Lima, 24 de febrero de 2024.

Los psiquiatras también lloran

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Hace un tiempo se popularizó la frase “los ricos también lloran”. Y me viene a la mente la canción del dúo argentino Fedra y Maximiliano, cuya letra de una de sus canciones de finales de los 60 decía: “Todo tenemos parientes, tenemos/ Todos por algo lloramos/ Somos de una vida corta,/  sabemos/ Todos siempre nos buscamos…/ Amamos/ Lloramos…/ Peleamos…/ Sabemos…” Es decir, de goces y dolores -quién más, quién menos- sabemos por experiencia propia. Esta reflexión me lo ha sugerido la lectura de un reciente libro/entrevista del psiquiatra español Aquilino Polaino-Lorente Todos somos frágiles (también los psiquiatras): Una conversación sobre salud mental (Encuentro, 2024), a quien conocí por los 80 en la Universidad de Piura, a donde fue invitado a dar unas conferencias.

               Polaino-Lorente, ahora jubilado, se dedicó, profesionalmente, a la docencia, investigación y práctica psiquiátrica. En la Universidad de Piura publicamos su Acotaciones a la antropología de Freud en 1984. Son numerosas sus publicaciones y, varias de ellas, me han sido de mucho provecho para los asuntos antropológicos de mi actividad docente. Esta nueva entrega editorial, como lo indica el título del libro, nuestro autor lo dedica a conversar sobre la fragilidad humana. Para quienes llevamos varias décadas de existencia y más de una fragilidad corporal o psíquica a cuestas, sus reflexiones -nacidas de la práctica clínica- iluminan las diversas dimensiones de la condición humana.

               El dolor llega y “es importante -dice Aquilino- que a los hombres nos duela el dolor. Cuando uno lo siente, renace diferente. Aunque ahora hay una lucha descarnada contra el paternalismo, compadecerse de alguien no es un error, sino un síntoma de salud humana. Nada de los demás nos puede resultar ajeno, especialmente de quienes tenemos más cerca. Compartir el sufrimiento y las alegrías de los demás nos aleja del cinismo, que es una especie de encapsulamiento profundamente egoísta. Vivir con el impermeable siempre encima de tal forma que nos resbalen las cosas de los demás es una manera muy solitaria de construir nuestra historia, que esencialmente comprende un eco social”. Aprender a sufrir no es poca cosa.

“El sufrimiento es una realidad de la que nadie escapa en algún momento de su vida. Hablo de sufrimiento físico, psíquico, real o imaginario, porque muchas personas padecen también por problemas que no son reales”. Sufrir sin sucumbir en las “caídas hondas de los Cristos del alma” (César Vallejo) y compadecerse del prójimo doliente forma parte de la experiencia humana. A este respecto, después de darle vueltas, encuentro que cuando hay un sentido trascendente de la vida, es más fácil sobrellevar el dolor propio y ajeno. Así lo señala, también, Polaino-Lorente: “es muy importante la calidad de la auto explicación que nos damos sobre el dolor para afrontarlo con altura. La fe católica incluye respuestas infinitas al misterio del sufrimiento. Si uno se mete por esos derroteros, no tiene techo para encontrar porqués y paraqués cuando se ha cultivado, además, la vida espiritual arraigada en la práctica cristiana”. San Juan Pablo II, en Salvifici doloris, texto al que vuelvo con frecuencia, lo dice en términos parecidos. Frente al dolor, más que respuestas al por qué, es más iluminador reflexionar en el para qué. El dolor tiene sentido.

“Es importante -insiste nuestro autor- ser enormemente paciente con las propias imperfecciones: conocerlas, asumirlas y reírse de ellas con afán de corregirlas. Siempre es positivo enmendar las imperfecciones en la medida de nuestras posibilidades reales, pero sin convertirlo en una tarea sistemática crónica, como si se tratara del único fin de nuestra vida, porque eso es una locura. (…) lo que queda es la lucha deportiva y sana contra los propios defectos, sin negativismos absurdos”. Procurar ser buenas personas no es sinónimo de perfección. Más aún, lidiar con don o doña perfecta, es insufrible. Espontaneidad y corrección van de la mano y hacen que la convivencia humana sea grata. En cambio, el acartonamiento y la rigidez perfeccionista crean ambientes tensos, sobrecargados de poses e irrealidad y, probablemente, llevan a la ruptura de la personalidad.

Y no sólo lloramos por algo como lo cantaban Fedra y Maximiliano, también hemos de aprender a vivir con las fragilidades y malicias propias y ajenas. “Todos cometemos errores -nos recuerda Polaino-Lorente-. No jugar con el conocimiento de esa carta es vivir en la inmadurez permanente, una inmadurez que nos hace sufrir más de la cuenta. Todos somos frágiles. Todos tenemos defectos. No tiene sentido ver a los demás desde ese estado propio del enamoramiento, en el que no percibimos imperfecciones en la otra persona, porque esa visión es mentira. Ese proceso figurativo obsesivo es completamente erróneo”. Errores, decisiones equivocadas, juicios apresurados, desatinos, salidas de tono y más, forman parte del claroscuro de nuestra biografía. Qué lógico es, por tanto, pedir perdón, reparar el daño causado, arrepentirse y corregir. Sí, somos frágiles y todos por algo lloramos.

Francisco Bobadilla Rodríguez

Chaclacayo, 21 de febrero de 2024.

No sólo tú y yo

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Con el entusiasmo de seguir paladeando la narrativa de Jon Fosse, Premio Nobel de Literatura 2023, he leído Trilogía (Seix Barral, De Conatus, 2023). Los tres breves libros que lo componen fueron publicados juntos en 2014. Cuentan la historia de Alida y Asle, dos adolescentes sencillos en un ambiente de pescadores, peces, barcas, mar, calas, tabernas, hospedajes. La forma de escritura es muy peculiar: un conjunto de parlamentos cortos, telegráficos, cuyo resultado es un relato compacto compuesto de instantáneas que recogen sentimientos, pensamientos, palabras repetidas muchas veces. El tono de la narración es el mismo a lo largo de toda la historia, no hay trepidación, ni siquiera en los momentos más dramáticos: ni pasión desbordante ni conciencias atormentadas. Hay una suerte de resignación en algunos de los personajes; en otros, una banalización del mal.

               Sigvald, el padre de Asle fue pescador y violinista. Solía decir que cuando “se era músico, se era músico y, una vez que lo eras, ya nada se podía hacer… y padre Sigvald dijo que al tocar, el dolor podía aliviarse y transformarse en vuelo, y que el vuelo podía transformarse en alegría y felicidad, y por eso había que tocar, por eso tenía que tocar él y algo de ese dolor debían también compartir los demás… porque la música eleva la existencia y le proporcionaba altura, ya fuera en bodas o funerales, o cuando la gente se reunía para bailar y festejar” (p. 35). Asle tenía ese mismo don, “el destino del músico no pregunta y quien carece de propiedades tiene que salir adelante con los dones que Dios le ha concedido, así era la cosa, así era la vida” (p. 36). Bonita reflexión sobre la música.

               Alida y Asle se ven y se saben el uno para el otro desde el inicio. Pronto nace el pequeño Sigvald y Asle no quería vivir como su padre viajando de un lado al otro, “quería estar con los suyos y no tener que estar con todos los demás, todos los otros, eso no es bueno para nadie, lo bueno es estar con los tuyos, quizá había nacido con el destino del músico, pero quería combatir ese destino, también por eso había vendido el violín, ya no era músico, ahora era padre y esposo” (p. 81). Su padre le había dicho que el destino del músico era viajar, despedirse continuamente de su amada y de sí mismo “siempre entregándose a los demás, dijo. Siempre hacer enteros a los demás, dijo” (p. 37). Asle no quería ese destino. Su vida sería la de Alide, su pequeño Sgvald y él. Solo ellos, aunque para este fin utilizara medios inmorales que desfiguran su idílico amor.

               Esto último es lo que más me inquietó de la novela. Alida es la ingenuidad casi en estado puro, sólo tiene ojos para Asle, a quien sigue a pie juntillas, sin hacer preguntas: el amor idealizado puede más que toda sospecha razonable. El personaje más perturbador es Asle. Para hacer viable el amor por Alida mata a quienes le impiden realizar este propósito. Cada acto delictuoso no le carga en nada la conciencia: mata, borra y siguen viviendo su sacrificada y corta vida al lado de la amada y el pequeño hijo, como si nada hubiese pasado. En muy poco tiempo es descubierto y condenado a la ahorca. Una tragedia, envuelta en un lirismo muy conseguido por la pluma de Fosse.

               Esta falta de conciencia me trajo a la memoria la película Apocalypse Now (1979). Kurz quiere civilizar a los nativos y no lo consigue. Se queda horrorizado de lo que una tribu hace con los niños que su gente había vacunado el día anterior: les habían cortado los brazos. Reflexiona y piensa que quienes habían realizado tal acto de barbarie eran los mismos cariñosos esposos y padres de familia cuando llegaban a sus casas. ¿Cómo era posible esa doble vida? ¿Cómo es posible dormir tranquilo sin ningún remordimiento de conciencia después de haber cometido una atrocidad? Una pregunta inquietante que los seres humanos nos seguimos haciendo a lo largo de los siglos. Volviendo a la novela, ¿cómo le es posible a Asle mantener su angelical amor por Alida sin los reproches de su conciencia? Alguna explicación hay y, de seguro, la filosofía, la psicología tienen respuestas, pero sigue siendo un misterio la existencia de estas tinieblas del corazón humano.

               ¿Y Alida? Le cuesta hacerse cargo de la muerte de Asle y no acaba de convencerse de que Asle haya cometido todos esos crímenes. Continúa en su mundo y “ piensa que ella y Asle siguen siendo novios, que están juntos, él con ella, ella con él, ella en él, él en ella, piensa Alida, y mira el mar y en el cielo ve a Asle, ve que el cielo es Asle, y siente el viento, y el viento es Asle, Asle está ahí, Asle es el viento, si no existe, de todos modos está ahí, que ella lo está viendo si mira el mar…, aunque no solo lo ve a él, también se ve a sí misma en el cielo” (p. 144).

               Recuerdos personalísimos de breves momentos de felicidad, proyectos truncos, ilusiones apagadas. La vida continúa para Alida, guarda su amor y sella con cerrojo y candado sus secretos. No quiere saber más. Pienso, también, en los tantísimos recuerdos que forman la trama de nuestra narrativa: risas y lágrimas, éxitos y fracasos, encuentros y decepciones y mucho más. Cuando estos recuerdos, con sus gozos y sinsabores, han sido guardados en el corazón -purificados en el crisol de la conciencia- son verdaderos remansos de paz. En cambio, cuando no han pasado por ese crisol, la ponzoña que puede haber en ellos, avinagra el corazón e inquieta al espíritu. El camino de la paz del alma pasa por el tamiz de la conciencia que nos indica el bien o el mal realizados. Un amor que suprima a la conciencia no es humano y tarde o temprano se marchita.

Francisco Bobadilla Rodríguez

Chaclacayo, 16 de febrero de 2024.