George Orwell (1903-1950) escribió la novela “1984”, una de las grandes distopías literarias del siglo XX. Como toda distopía, Orwell pretende mostrar al lector el horror que supone un Estado que controle todo. “El Gran Herman” está en todo: no hay vida privada, todo es público y todo se manipula a favor del partido único. “1984” tiene esa finalidad: llevar hasta el extremo la idea de Estado totalitario para que el ciudadano esté alerta y no permita que eso suceda. Pero Orwell se quedó corto.
En el mundo descrito por Orwell hay un Ministerio de la Verdad encargado de corregir la historia casi en tiempo real: “En cuanto se reunían y ordenaban todas las correcciones que había sido necesario introducir en un número determinado del “Times”, ese número volvía a ser impreso, el ejemplar primitivo se destruía y el ejemplar corregido ocupaba su puesto en el archivo. Este proceso de continua alteración no se aplicaba sólo a los periódicos, sino a los libros, revistas, folletos, carteles, programas, películas, bandas sonoras, historietas para niños, fotografías…, es decir, a toda clase de documentación o literatura que pudiera tener algún significado político o ideológico. Diariamente y casi minuto por minuto, el pasado era puesto al día”.
Me pongo a pensar en el fin de año y en el saldo de deshonestidad que nos deja. Cuánto trabajo tendrán los ministerios de la verdad de empresas y del Estado para corregir la historia: eliminar hechos, borrar información, eliminar fotografías, romper las páginas de los libros de firmas para desaparecer a los que hasta ayer fueron notables, rehacer vídeos, sacar de las nubes informáticas los datos almacenados…
“El que controla el pasado controla también el futuro” dice el slogan del Partido y lo ha sabido utilizar muy bien cierta historiografía ideologizada que ha escrito la historia del Perú. Es la historia que han aprendido los escolares y universitarios de los últimos veinte años: objetividad, poca; cizaña, mucha. En muchos casos, como en el mundo de Orwell, si “todos aceptaban la mentira que impuso el Partido, si todos los testimonios decían lo mismo, entonces la mentira pasaba a la Historia y se convertía en verdad”.
El Ministerio del Amor, por su parte, se encarga de reeducar a los inadaptados. Winston y Julia lo son. Saben que los pueden obligar a confesar, pues es imposible no hacerlo ante el poder de la tortura y se refugian en el santuario de su conciencia: “Pueden forzarte a decir cualquier cosa, pero no hay manera de que te lo hagan creer. Dentro de ti no pueden entrar nunca”. Así pensaba Winston hasta que escucha, aterrado, las palabras de su torturador: “No te traemos sólo para hacerte confesar y para castigarte. ¿Quieres que te diga para qué te hemos traído? ¡¡Para curarte!! ¡¡Para volverte cuerdo!! Debes saber Winston, que ninguno de los que traemos aquí sale de nuestras manos sin haberse curado. No nos interesan esos estúpidos delitos que has cometido. Al Partido no le interesan los actos realizados; nos importa sólo el pensamiento. No sólo destruimos a nuestros enemigos, sino que los cambiamos. ¿Comprendes lo que quiero decir?”.
Winston, después del lavado de cerebro que le hicieron, terminó amando al Gran Hermano. George Orwell quería que nos horroricemos ante la corrupción de la verdad y la pérdida de la conciencia. La conciencia, por donde se mire, es el último reducto de la dignidad humana, no se vende, no tiene precio, ¿o sí?
Lima, 23 de diciembre de 2017