La fecha de nacimiento de Karl Marx, 5 de mayo de 1818, la tengo memorizada de mi época de cachimbo universitario en los años setenta. Todos los cursos que llevé, salvo uno de literatura, fueron de orientación marxista. Pude leer, por activa y por pasiva, gran parte de las obras de Marx: varios de sus escritos juveniles y los más conocidos de su época de madurez: el “Manifiesto del Partido Comunista” (1848, en colaboración con Engels) y el Tomo I de “El Capital” (1867), entre otros. Desde luego, formaron parte de mis lecturas las obras de Engels (de un determinismo espantoso), Lenin, Stalin, Mao y bastantes de los revisionistas y neomarxistas: Trotsky, Plejánov, Luxemburgo, Lukács, Garaudy, Gramsci… Marx es el mismo en sus escritos juveniles y en los de madurez.
Hasta entonces no tenía idea de la existencia del marxismo. De la noche a la mañana me encontré con esta ideología que lo abarcaba todo y leía la historia en clave de lucha de clases, burgueses y proletarios, revolución armada, estructura y superestructura, alienación, dependencia. Cuando aparecía un hecho que dejaba mal parada esta ideología, venía la “dialéctica de los contrarios” y arreglaba el conflicto. Lo que más me asombró de toda esta fanfarria de marxismo fue la desaparición de la idea de responsabilidad personal y culpa. Ambas ideas las había aprendido en casa y en el colegio. Resultaba que ahora ya no había ni responsabilidad ni culpa personales, todo era producto de las leyes inexorables de la historia: la revolución se daría sí o sí y lo razonable era sumarse a la lucha de clases, partera de la idílica sociedad sin clases. Yo ya no era culpable de nada, era un mero producto de las maléficas relaciones de la propiedad privada.
El esquema marxista es un pensamiento excluyente, no sabe convivir en paz con otras formas de pensar. Aún guardo las imágenes de aquellos años: puños cerrados, caras amargas, gritos destemplados, calles tomadas, fuerza bruta y escaso discernimiento. Este pensamiento único me rebeló en mi primera juventud y me resultó chocante que se nos quisiera imponer qué pensar y cómo actuar. Los fallidos proyectos históricos del socialismo real que causaron millones de muertos no son errores de los iluminados que lo llevaron a cabo, son errores más profundos. Hay un defecto de fábrica en el marxismo: el desconocimiento del valor de la persona individual, por encima de la clase; de la libertad, por encima de las leyes de la historia.
Provengo de las añejas canteras ideológicas del marxismo en su tinta y me pasa lo que a Rubashov, el viejo personaje de “El cero y el infinito” de Arthur Koestler: amo la libertad, me conmueve la persona individual, no las estructuras; y desconfío de los totalitarismos ideológicos que me quitan la respiración. Han pasado doscientos años y Marx no ha mejorado. Sus seguidores lo han empeorado bastante más. Lo mejor para Marx es quedarse en sus libros.
Lima, 15 de mayo de 2018.