Me encanta leer y C. S. Lewis es uno de mis autores preferidos, aun cuando algunos de sus ensayos me hayan resultado agotadores. Quiere dar claridad a su discurso y discurre con agudeza, introduciendo distinciones en los múltiples sentidos que se dan en determinadas palabras o conceptos. Su afán por conseguir ideas claras y distintas puede resultar agobiante. Esto explica, en parte, que haya leído a trompicones su libro La experiencia de leer (Alba Editorial, 2000). Lo empecé a leer hace algunos años atrás, lo dejé por derrumbe, hasta que, finalmente, volví a él en estas ultimas semanas y lo terminé no sin poco esfuerzo. Deleite en algunos tramos, los más; tedio, en otros, los menos.
El libro indaga la lectura desde la experiencia del lector de obras literarias, pero un lector observado desde el palco, nada menos que por Lewis. Se fija en los modos de lectura del mal lector para resaltar, en cambio, los mejores modos del buen lector. Por ejemplo, el mal lector usa el libro para pasar un rato y regodearse en los hechos. El buen lector recibe el libro, es una actitud de escucha, deja que el texto le hable a fin de descubrir el ritmo, la melodía, el aroma del libro en tanto que es un poiema, es decir algo hecho, “que por su belleza sonora como por el equilibrio y el contraste, y por la multiplicidad integrada de sus sucesivas partes, es un objet d´art, algo dotado de una forma capaz de suscitar un placer intenso” (p. 133).
En una lectura literaria, dice Lewis, “lo que buscamos es una ampliación de nuestro ser. Queremos ser más de lo que somos. Por naturaleza, cada uno de nosotros ve el mundo desde un punto de vista (…) [Pero] queremos ver también por otros ojos, imaginar con otras imaginaciones, sentir con otros corazones. No nos conformamos con ser mónadas leibnizianas. Queremos ventanas. La literatura, en su aspecto de logos, es una serie de ventanas e, incluso, de puertas” (p. 137). La buena literatura tiene la capacidad de ampliar nuestro mundo, hacia dentro, mostrándonos pliegues del ser personal y hacia fuera, abriéndonos al conocimiento de los diversos giros que toma la aventura humana a lo largo del tiempo y surcando las diversas culturas.
“Por tanto, continúa señalando Lewis, leer bien, sin ser esencialmente una actividad sentimental, moral o intelectual, comparte algo de las tres. En el amor salimos de nosotros para entrar en otra persona. En el ámbito moral, todo acto de justicia o caridad exige que nos coloquemos en el lugar de otra persona y, por tanto, que hagamos a un lado nuestros intereses particulares. Cuando comprendemos algo discernimos los hechos tal como son” (p. 138). La experiencia literaria que sigue estos rumbos, por tanto, amplía nuestros intereses, nos pone en actitud de salida. Nos invita a conocer a muchos tipos humanos sin dejar de ser uno mismo. Leer bien, entonces, como lo afirma Viktor Frankl, es una muestra de la capacidad de autotrascendencia del ser humano, ganamos en hondura y en amplitud.
Tener la experiencia de la buena literatura es la mejor defensa contra la mala literatura. Los clásicos educan el buen gusto y han pasado la prueba del tiempo. Afortunadamente, se sigue escribiendo con maestría y belleza. Hay buenas lecturas, esperemos que no falten los buenos lectores.
George Steiner y Nuccio Ordine son dos grandes escritores de profunda formación humanística, unidos por el amor a las letras como por una noble amistad. Nuccio Ordine escribió George Steiner, el huésped incómodo. Entrevista póstuma y otras conversaciones (Acantilado, 2023). En este breve texto recoge la entrevista que le hizo a Steiner con el encargo de que se publique a su muerte, acaecida en el 2020. Y así lo hizo: una entrevista póstuma convertida, al mismo tiempo, en un libro póstumo de Ordine quien falleció en junio de 2023 a los 65 años. Ya solo este hecho de la “vida prestada” y de que la muerte llega a cualquier hora del día me ha dado mucho que pensar.
El libro tiene una larga introducción en la que Ordine traza el perfil intelectual de Steiner con la delicadeza del amigo y la agudeza del profesor, enlazando las declaraciones del entrevistado y algunas de las obras emblemáticas de su interlocutor. Y así, Ordine califica a Steiner como el huésped incómodo en los ámbitos en los que fue acogido. Conocedor de la cultura occidental, no dejó de elogiarla a la vez que señaló sus derivas negativas. Judío de nacimiento, aunque no practicante, ni creyente. Defensor de sus raíces judías, pero no sionista considerando que del sionismo no se sigue la creación de un Estado independiente. Crítico con la deriva occidental que llevó al exterminio de los judíos e, igualmente, de un hondo talante pacifista, condenando toda violencia venga de donde venga. Fustigó el oficio de los críticos literarios cuando olvidan su papel de carteros: el buen crítico actúa como el sobre que porta la carta y no al revés.
Steiner fue un maestro apasionado. Señala que “preparar una lección, leer un clásico, escribir un ensayo, dialogar con los estudiantes son aspectos diversos de una misma pasión, de una única exultación, de un privilegio que otorga un sentido fuerte a la vida de quien enseña (p. 27). (…) Enseñar con seriedad es poner las manos en lo que tiene de más vital un ser humano (p. 29)”. A lo que Ordine agrega: “recitar unos versos par cœur (o como se dice también en inglés, by heart) no significa sólo aprender de memoria. Significa sobre todo «aprender de corazón». También aquí las palabras de Steiner suenan como una advertencia contra las vacuas pedagogías hedonísticas que, hace ya muchas décadas, han demonizado en las escuelas y en las universidades el rito de aprender poesía de memoria (p. 31 y 32)”. Es decir, ni la racionalidad ni el pensamiento escrito deben prescindir de la memoria y la imaginación. Con estas facultades recitamos versos y pasajes de textos para saborear su contenido y música. Saber no se reduce a tener la facilidad de encontrar la información en la red, saber es, también, hurgar en la interior de la memoria para enriquecer el propio discurso y la visión de la vida.
Nuccio Ordine le pregunta a Steiner qué ha significado la amistad en su vida, a lo que responde: “la amistad ha tenido un peso enorme. Y nadie lo sabe mejor que tú. Habría vivido muy mal las últimas décadas de mi vida sin ti y sin otros dos o tres amigos más con los que he mantenido una densísima correspondencia, interlocutores privilegiados con quienes he compartido una profunda intimidad afectiva (…). La amistad, la auténtica amistad, se basa en un misterio que Montaigne (intentando explicar su relación con Étienne de La Boétie) resumió en una bellísima frase: Porque era él; porque era yo (p. 76 y 77)”. Sí, los seres humanos somos sociales y dialógicos, requerimos del otro para ser, crecer, recibir y dar. La amistad forma parte esencial de las relaciones interpersonales que expanden el alma en una convergencia de admiración, intereses, cariño.
Llega la pregunta obligada y crucial: “¿Piensas que hay algo después de la muerte? La respuesta de Steiner es clara: “No… Estoy convencido de que no hay nada. Pero el momento mismo del tránsito puede ser muy interesante. Me parece infantil la reacción de quienes, después de haber pensado siempre en la nada, cambian de idea en la etapa final de su vida y se imaginan un «mundo» ultraterreno (p. 78 y 79)”. Steiner, en otras ocasiones, se refirió a la “idea” de Dios. Defendió la importancia del problema de Dios en el pensamiento. Habló de la gramática de la creación, de las presencias reales. Hasta allí llegó y no es poco. Pero, ciertamente, percibo en sus escritos la horizontalidad de su pensamiento: hay profundidad, mas no hay hondura; hay agudeza, pero no trascendencia; hay amplitud, más no hay altura. “Después de la muerte no hay nada”, dice Steiner. Es decir, sólo hay presente, escritura, cuatro idiomas, genialidad, amigos; tiempo, sin eternidad.
Steiner, un maestro, un grande de las letras. A él se puede acudir para aprender del rigor académico, la importancia de las humanidades. Para saborear la alegría, vivir de esperanza y vivir como hijo de Dios, en cambio, habrá que acudir a otros maestros.
Las Humanidades, los grandes libros, la literatura clásica, la música, el arte, la historia son dimensiones del acervo cultural de la humanidad y, aunque la cultura no tiene la capacidad de forzar nada, ni garantiza una vida plenamente civilizada, “eso no quita que la única posibilidad de supervivencia y protección de nuestra dignidad humana nos sea dada por la cultura y la formación espiritual que ella ofrece”. Así se expresa Rob Riemen en el prólogo al libro Nuestras palabras: educación, mundo clásico y democracia (Ladera Norte, 2023), en el que se recogen tres conferencias dictadas en el Instituto Nexus que él dirige: una de George Steiner sobre la Universidad, otra de Adam Zagajewski sobre la poesía y la tercera de Jacqueline de Romilly sobre el mundo clásico. En todas estas intervenciones hay un elogio decidido al cultivo de las Humanidades.
George Steiner hace notar que las Humanidades no nos hacen más humanos, necesariamente, y recuerda que los mismos que participaban en el holocausto del pueblo judío, escuchaban con toda tranquilidad las grandes obras de la música clásica alemana. Sin dejar de ser cierto, Adam Zagajewski se inclina a pensar que la cultura humanística, sí tiene una dimensión civilizadora, a pesar de sus insuficiencias. Una insuficiencia que nace de la fragilidad de la condición humana en todas sus expresiones. Por ejemplo, en la ética. Sabemos lo que debemos hacer, pero de ese conocimiento no se sigue que obremos el bien. Quien se vincula a la corrupción sabe que no debe sobornar o extorsionar o abusar del poder y, sin embargo, lo hace. Y, precisamente, porque hay corrupción, comprendemos que hemos de seguir insistiendo en la formación ética de los ciudadanos.
Quien ha seguido la trayectoria intelectual de Steiner no se asombrará de la defensa que hace del cultivo de la inutilidad en la universidad a la que considera “la más maravillosa pasión en el mundo. Si alguien se me acerca y me dice: «Voy a dedicar mi vida al estudio de los bronces de la dinastía Tang», le respondo: «Es usted una persona muy afortunada. Va a ser una persona muy feliz y hambrienta. Pero su vida estará bendecida». Lo inútil es la forma más alta de la actividad humana. La música es inútil, pero no podríamos vivir sin ella”. La Universidad -añade Steiner- no debe saturarse de “monografías sobre temas de importancia minúscula y completamente trivial, cuando el único motivo de la publicación es el tantas veces anhelado ascenso en una escala académica dominada por criterios de «corrección», financieros y burocráticos”.
La propuesta de Zagajewski es más moderada, pero igualmente, iluminadora. Con sensibilidad poética aboga por la actitud contemplativa, entendida como el más alto grado de atención. “La contemplación -señala- no tiene por qué ser religiosa, aunque por supuesto puede serlo. Es un mirar el mundo intensamente —el mundo en su plena riqueza, incluyendo obras de arte y, por supuesto, seres humanos— a través de la lente de la eternidad o al menos con la eternidad en mente (opuesta a cualquier mirada pragmática, dirigida a una acción). La contemplación es una actividad que consiste en reconocer serenamente los inmensos resquicios que hay en el conocimiento o en la ciencia convencionales, y en mirar el mundo a través de estas ventanas, iluminado por la luna de la eternidad”. Destacar la importancia de la contemplación es ir a contracorriente de estos tiempos nuestros de prisas y correrías. Nos pide el poeta que nos detengamos e intentemos sacar y saborear el néctar de la esencia de las cosas como lo hace el colibrí ante las flores.
Jacqueline de Romilly, una de las más renombradas helenistas europeas, sostiene que “hay que volver a dar importancia a la formación literaria, es decir, que los jóvenes tienen que aprender cómo hablar y discutir; tienen que aprender a formarse una opinión después de haber adquirido conocimiento de las diversas maneras de pensar en diferentes épocas. Significa que tienen que estar al tanto de las cuestiones y los valores morales, de los ideales y principios que la humanidad ha ido desarrollando en tiempos pasados”. Entre esas tradiciones, se encuentra el aporte de los autores griegos quienes eran muy propensos a tener una perspectiva universal. “Sus héroes no eran de una determinada extracción social, y en sus obras no se prestaba ninguna atención excesiva a sus circunstancias específicas. Al contrario, siempre trataban de representar, todos ellos, una cierta imagen general de lo humano. Tucídides, mi autor favorito, esperaba que su historiografía fuera de utilidad para los que quieren comprender más de los acontecimientos de épocas pasadas, o de acontecimientos similares en el futuro, justamente a causa de su elemento humano común, al que se refieren todos esos autores. Y por eso pueden seguir siendo interesantes para nosotros, interesantes y útiles”.
El saber humanístico proporciona hondura y amplitud al conocimiento práctico, al mismo tiempo que esponja al corazón. No garantiza la realización del paraíso en la tierra, pero nos dota de una especial sensibilidad espiritual para reconocer y promover las diversas expresiones de la dignidad humana.
Charles Moeller (1912-1986) es un profundo conocedor de la literatura occidental. Acudo con frecuencia a los varios tomos de su Literatura del siglo XX y Cristianismo y leí, muy gustosamente, Sabiduría griega y paradoja cristiana. Ediciones Encuentro ha tenido el acierto de publicar el libro que está al inicio de estos dos últimos: Humanismo y santidad. Testimonios de la literatura occidental (2023). Aparecen en este libro los temas centrales de su visión literaria desarrollados ampliamente en los textos posteriores.
Humanismo y santidad responde a la inquietud del autor de “dar a los jóvenes «poetas» una cultura auténticamente humana, iniciarlos, con ayuda de las obras maestras, en los problemas del humanismo—¿qué hay que hacer para ser un hombre? — y, al propio tiempo, infundirles el sentido cristiano”. El mundo tiene un valor creacional en sí mismo, de ahí que se puedan rastrear, a lo largo de la literatura universal, la expresión de tantos valores humanos que disponen al lector a encontrar la dimensión trascendente de la vida.
“Para los griegos, el ideal supremo de la vida era la gloria, la de las armas o la de las letras”. En nuestro tiempo, la búsqueda de la gloria se manifiesta en el afán de logro, muy propio de la cultura del éxito promovida por la economía de mercado. Es un buen inicio, al que el sentido cristiano de la vida agrega el afán de servicio, de tal modo que no nos detengamos en el lucimiento personal, sino que las justas capacidades adquiridas las pongamos al servicio del prójimo: que las buenas obras manifiesten que allí está Cristo elevado en la cumbre de las actividades humanas.
“Los héroes griegos -señala Moeller- saben que con la muerte acaba todo y que es imposible ser dios. Pero, y esta es la segunda característica del héroe, ese sentimiento no engendra en ellos, como en los orientales, el fatalismo, el «estaba escrito» del islam: un heleno jamás consentirá en abandonarse a la ociosidad o a los sueños estériles, porque la muerte sea el fin de todo. Mas los griegos tampoco se lanzan, como muchos occidentales, a una actividad febril, absorbente, que impide pensar”. Ni abandono ni activismo. El activismo contemporáneo -entre otras posibilidades- es el camino natural para quien no cree en Dios y en una vida después de la muerte: su horizonte se circunscribe a ser útil y hacer cosas hasta el final hoy y ahora. Se entiende, por eso que, para quien no habita en la Fe, la tentación de la muerte dulce y asistida sea muy fuerte cuando llegue la postración que impide el uso de las facultades intelectuales y motoras.
El romanticismo de Rousseau es, en gran medida, una respuesta al clasicismo aburguesado de la época. Es una vuelta a la sensibilidad. “Existir es sentir, decía Rousseau. ¿Qué debemos entender por ese «sentir»? Pues abandonarse a la pendiente del ensueño, a la espontaneidad de la Naturaleza sin el control de la razón: Yo no tengo ninguna norma de conducta —dice Rousseau—, como no sea la de seguir en todo mi inclinación sin constricción. Hago todo cuanto me halaga, sin otra norma que mi fantasía y sin otra medida que la poca fuerza que me resta”. Espontaneidad desbocada, sentimientos desbordados que excluyen la razón y la voluntad, dimensiones, igualmente, integrantes del ser humano. Nietzsche, por el contrario, buscará superar al hombre por la vía de la voluntad de poder, una altanería orientada a traspasar los límites de lo humano. Nada de dulzuras, sino más bien una personalidad labrada a martillazos.
Moeller ve las luces y sombras de estas propuestas, dice: “Tanto en el clasicismo como en el romanticismo hay, pues, valores humanos y valores cristianos: equilibrio humano, por un lado, aspiración a lo absoluto heroico o místico, por otro; sentido cristiano de los valores terrenos, por una parte, sentimiento de la necesidad de lo infinito, por otra. Mas también existe peligro de «burguesismo» racionalista, por una parte, y peligro de locura inhumana, infrahumana, por otra; peligro de volver la espalda a la santidad, en uno, peligro de zozobrar en una grandeza altanera, naturalista, demoníaca, en otro”. Por tanto, la moderación del clásico, la afabilidad de Montaigne, el ensueño del romántico, el laboratorio de Goethe, la furia del voluntarista, aunque no sean la estación final, abren camino a la trascendencia, ya sea por continuidad o por contraste.
Decía San Juan Pablo II que Cristo revela al hombre quien es el hombre y en este conocimiento de los radicales más profundos de la condición humana, los grandes libros de la literatura de todos los tiempos, son un camino para comprender los distintos pliegues del ser humano. “Un cristiano -apunta Moeller- debe hacer fructificar sus talentos por una razón insinuada ya: el humanismo terreno pone al hombre en una disposición óptima para la santidad; por sí mismo, dicho humanismo no nos hace santos, pero nos permite ser santos de una manera más profunda, más equilibrada. En otras palabras, no es indiferente que la gracia mística caiga sobre un terreno inculto desde el punto de vista humano o, por el contrario, sobre una tierra cultivada, es decir, sobre un alma refinada, equilibrada por el humanismo”. Educar el buen gusto literario es educar en humanidad.
La universidad es una comunidad de maestros y alumnos. En ella emprendemos la gran aventura de la búsqueda de la verdad y qué grata es la vida universitaria en el diálogo interpersonal comunicando, unos y otros, diversas perspectivas académicas para comprender mejor la riqueza de la realidad. Recientemente, asistí al XXV Congreso Internacional Ciencia y Vida, organizado por la Universidad Libre Internacional de las Américas (ULIA) y la Universidad Vasco de Quiroga (UVAQ). El tema del congreso fue Civilidad y ciudadanía: ¿encuentro o desencuentro? Se llevó a cabo en la ciudad de Morelia, Michoacán, México, sede de la UVAQ, del 3 al 5 de agosto de 2023. Conocía la ciudad de México, Guadalajara y Monterrey. El encanto de este gran país por la cordialidad de su gente y la riqueza de su cultura siempre me ha fascinado. Mi estancia en Morelia ha sido, igualmente reconfortante: la cultura milenaria mexicana y peruana dialogan con mucha facilidad.
Tenía grandes expectativas por conocer más de cerca a mis colegas de ULIA, una universidad libre a “la manera libre de la danza libre” como diría nuestra Chabuca Granda. La UVAQ nos acogió con longanimidad -así lo diría Alejandro Lich- y, en su auditorio, transcurrieron los tres días del congreso entre ponencias y comunicaciones de profesores de la Universidad CEU San Pablo (Madrid), Universidad Católica de Murcia, Universidad Nacional de Asunción (Paraguay), Universidad Central de Chile, Universidad Libre Internacional de las Américas (Valencia), Universidad Panamericana (México), Universidad Vasco de Quiroga (Morelia) y Universidad de Piura (Perú). Nuestra audiencia la componía profesores universitarios y alumnos de la UVAQ.
Jorge Sebastián, vicerrector de ULIA y don José Castellanos de UVAQ se encargaron de la conducción del Congreso. Jorge hacía de moderador, unas veces, y habitualmente estaba en el escenario y, también, detrás de bambalinas. Don José (Pepe) fue un magnífico anfitrión, sus intervenciones, preguntas y comentarios -oportunos y agudos- movían al diálogo entre los participantes. Conversando con él me enteré que estudió periodismo en la Universidad de Navarra, en donde conoció a Carlos Soria y a José María Desantes, estos últimos profesores visitantes de la Universidad de Piura de quienes aprendí el derecho de la información. Asimismo, don Pepe estudió ciencias políticas y tuvo la amabilidad de obsequiarme su libro Así derrotó la sociedad al PRI.
Un encuentro de singular relevancia fue conocer a la profesora Gloria Tomás Garrido. Hicimos buenas migas. Digamos que se tiene encanto o no se tiene, ella lo tiene. Sencilla, transparente, de una noble intimidad -así lo diría su maestro Leonardo Polo- conversadora, expansiva. Con ella resultaba fácil hablar de lo humano y de lo divino al estilo de la jurisprudencia romana (conocimiento de las cosas humanas y divinas). De natural alegre y efusiva libertad de espíritu. ¿Y el futuro? Pues para eso estamos, aportando cada uno su mejor hacer nutrido de la sabia espiritual propia de una visión trascendente de la vida. ¿Jubilación? El ser humano no se jubila de ser persona.
Francisco (Paco) León Correa -de origen español, con varias décadas ejerciendo la labor docente en Chile- es una especialista en bioética en la academia y en los organismos reguladores de la praxis ética profesional. Es, asimismo, profesor de ULIA en donde ha conducido varios programas de bioética. Tanto Paco como Gloria e Imelda Martínez (Paraguay) recibieron el doctorado Honoris Causa por ULIA en una ceremonia linda durante el Congreso. Todos ellos, revestidos con sus vestes académicas, ingresaron al estrado acompañados del canto Veni creator y salieron del recinto al son del Gaudeamos igitur. Una ceremonia a la que estoy acostumbrado, pues en la Universidad de Piura tenemos este tipo de ceremonias a lo largo del año académico con pompa y circunstancia. Disfruté del evento y no faltaron los agradecimientos, felicitaciones y fotos.
José Luis Orella, profesor de historia en la Universidad CEU San Pablo, presentó una comunicación sobre Vasco de Quiroga, cuya vida transcurre en la primera mitad del siglo XVI y a quien se le debe mucho de la evangelización de Michoacán. De hecho, Morelia conserva una arquitectura preciosa de la época virreinal que se puede apreciar en sus múltiples iglesias y en las casas hechas de piedra cantera. Mientras oía la disertación de José Luis pensaba en la gran labor de evangelización llevada a cabo por Santo Toribio de Mogrovejo en el virreinato peruano. Ana Teresa López de Llergo, pedagoga, intervino, también, con una comunicación de corte antropológico.
Fue una grata sorpresa conocer a Rosario Athié, profesora de la Universidad Panamericana y gran estudiosa de John Henry Newman. Ella ha traducido la biografía de Newman de Ian Ker, publicada por Ediciones Palabra. Newman es uno de mis escritores preferidos, un santo al que le tengo particular devoción y a quien encomiendo mis labores académicas. Entre los asistentes estaba el Padre Alejandro Lich, argentino de Bahía Blanca en donde desarrolla su labor pastoral, la docencia universitaria y la práctica psicológica. Al término de mi intervención, a propósito de una referencia a las virtudes del don (humildad, magnanimidad, amistad y gratuidad), me hizo notar la importancia de la virtud de la longanimidad, de la que trata en su libro La escucha y la ternura que tuvo la amabilidad de obsequiarme.
En algún momento pensé que encontraría a José Pérez Adán, fundador y rector de ULIA, quien tuvo la gentileza de invitarme al Congreso. Jorge me comentó que Joe -como lo llaman sus colegas y amigos- ya no hace viajes tan largos como éste, de continente a continente. Admiro el proyecto de ULIA y el espíritu que la anima. Es gratuidad pura, efusión y don. Un oasis en medio de los excesos de la mentalidad utilitarista que invade los espacios de la vida societaria. Gracias a Ana María, colaboradora de ULIA, pude conseguir varias de las ultimas publicaciones de Joe. Lo leo con gusto y comparto bastantes de sus ideas. Y así como Josef Pieper solía decir del encuentro con una persona “qué bueno que tú existas”, lo mismo puedo decir de Joe y de ULIA: qué bueno que exista.
Desde luego, no faltó la buena conversación en los entreactos del congreso en donde disfruté de la buena compañía de mis colegas universitarios. Han sido, pues, unos días reparadores los que pasé en Morelia. Mi hotel quedaba a pocos metros de un moderno centro comercial. Tenía una Capilla con Misa todas las tardes. Está dedicada a María Inmaculada de la Salud a quien se le tiene mucha devoción en todo Michoacán. En el primer piso del centro comercial encontré, también, una nutrida librería Porrúa. Allí conseguí un reciente libro de Enrique Krauze Spinoza en el parque de México, un libro que promete. No faltaron, desde luego, las cafeterías con buen café, bien ambientadas; espacios ideales para leer, estar y contemplar.
Terminó el Congreso con un corto y sesudo documento que se llamó Declaración de Morelia y sintetiza muy bien el contenido y espíritu de esta actividad académica. Anoto un extracto de ella: “Hora es de apostar por la responsabilidad del ciudadano, de confiar en su lealtad y respetar su libertad, para conformar ámbitos de autogestión más allá del mercado y la política. Los ciudadanos no son súbditos, sino sujetos de derecho que crean, a su vez, otros sujetos colectivos para los que reclaman su propia autonomía. Para la etapa cultural en ciernes, los reclamos del neoestatismo hacen peligrar la legítima subsidiaridad que debe reservarse al protagonismo de la sociedad civil”. Estado, el necesario; en cambio, sí a más sociedad.
Los versos de Antonio Machado (1875-1939) “Caminante, son tus huellas/ el camino, y nada más;/ caminante no hay camino,/ se hace camino al andar”… nos resultan familiares gracias, en parte, a la canción versificada de Joan Manuel Serrat. Es usual, asimismo, encontrarse con breves versos de Machado citados en ensayos antropológicos o éticos. La poesía de Machado se presta, pues, al gozo lírico y a la reflexión pausada. Mi interés por los aforismos me llevó a la lectura de Canciones y aforismos del caminante (Edhasa, 2001), una selección de 471 textos de Machado al cuidado de Joaquín Marco, entresacados de la obra del poeta. Ha sido una lectura grata en donde al ingenio se une la agudeza del autor para sentenciar en “cosas de fundamento”, como decía el gaucho Martín Fierro de José Hernández.
Antonio Machado conoce el floklore español, las letras y la filosofía. En sus aforismos y cantares comparecen todos ellos. “En nuestra literatura -decía Mairena [es uno de los personajes creados por Machado]- casi todo lo que no es folklore es pedantería”. Es la sabiduría popular la que nutre sus dichos, de ahí que recomiende, también, adentrarse en las frases hechas antes de pretender hacer otras mejores. “Escribir para el pueblo -decía mi maestro- ¡qué más quisiera yo! Deseoso de escribir para el pueblo, aprendí de él cuánto pude, mucho menos, claro está, de lo que él sabe”. Esta actitud de escucha ante la realidad es un buen consejo ante la manía compulsiva de la mejora intempestiva. El tiempo apremia es verdad, pero también es cierto que hemos de darle tiempo al tiempo. Para escuchar hay que detenerse, de tal modo que se pueda ahondar en la peculiaridad de quien está delante de mí. Cuando falta esta disposición de pausa y calma es fácil ceder a la tentación de etiquetar a las cosas y al prójimo, cerrándonos al conocimiento de lo real. Por tanto, primero la actitud contemplativa y detenida de la realidad, después, mucho después, las categorías y etiquetas conceptuales.
Dice Machado: “Si la ciencia del conocimiento de sí mismo, que Sócrates reputaba única digna del hombre, pasa a saber de especialistas, estamos perdidos”. Esta máxima es agua fresca en el mar de especialistas que nos rodean. Hay un saber sapiencial, experiencia de vida al alcance de todos. Es lo que llamábamos el consejo de la abuela, las propias vivencias a las que no conviene renunciar. Hemos de perderle el miedo a llevar la batuta de la propia vida sin exagerar el recurso a las recetas de los expertos; pues si para saber quién soy necesitara del psicólogo, psiquiatra, coach, filósofo, no hay presupuesto que aguante. No es negar el lugar que el experto tiene en la salud física, mental y espiritual de la persona; es, simplemente, recuperar la atención primaria a su titular para que gestione el cuidado y crecimiento personal al que está llamado. Es la persona quien, en su entorno familiar, amical próximo, recupera para sí misma la responsabilidad de afrontar su destino. La educación en casa, en el colegio, en los centros de enseñanza superior está llamada a brindar esa educación para la vida.
En otra máxima escribe Machado: “Aprendió tantas cosas -escribía mi maestro, a la muerte de un amigo erudito- que no tuvo tiempo de pensar en ninguna de ellas”. Interesarse por todo lo humano -como señalaba Terencio-, asombrarse ante la belleza y geometría de la creación, leer, estudiar, saber, pensar, forma parte de una tendencia ínsita en la condición humana; sin olvidar que no basta con amontonar conocimiento. Hay un tiempo para rumiarlo, asimilarlo, de tal modo que, trabajosamente, se ilumine la propia existencia. Sabiduría a gotas, no a raudales. Esfuerzo inacabable, abierto a la rectificación y a nuevas luces.
Cada lector encontrará, en estas canciones y aforismos de Machado, la palabra o idea que le arrancará una sonrisa en los labios y en el alma y le acercará al tú esencial del poeta.
Cada cierto tiempo me encuentro con libros cuya lectura me envuelve y entusiasma. Este es el caso de “Pensativos: Los placeres ocultos de la vida intelectual” (Encuentro 2022, Kindle edition) de Zena Hitz, profesora universitaria, tutora en el St. John College. Sus reflexiones son aire fresco para ventilar las aulas de clases, las bibliotecas, los Campus universitarios, los jardines, los rinconcitos de media luz. Su propuesta es clara y sencilla. La vida intelectual es patrimonio de todo ser humano y forma parte del florecimiento de la persona. Su mejor expresión se consigue cuando logra despojarse en gran medida de las presiones económicas, del estatus social y de los juegos de poder.
El gozo propio de la vida intelectual tiene más de contemplación que de utilidad. Como dice la autora, un saber porque sí: “por eso llamamos instrumentales a los usos del intelecto motivados por resultados y desenlaces, sin entrar en la intensidad con que se persigan. Por el contrario, la vida oculta del aprendizaje implica deleitarse en sus objetos naturales —personas, números, Dios, naturaleza— porque sí” (p. 45). Esta actitud de amor a la sabiduría “no puede nutrirse mediante la educación masiva, ya sea el aprendizaje en línea o las grandes salas de conferencias. Debe alimentarse de persona a persona o desaparecerá en gran medida de la experiencia humana ordinaria, sobreviviendo solo de manera desfigurada y marginal” (p. 40).
Uno a uno, persona a persona, así es como se ayuda a sacar lo mejor de nuestros alumnos. Una meta que le queda grande a las universidades diseñadas como difusoras de información. Los espacios impersonales, los repositorios, notas técnicas, evaluaciones tienen, desde luego, su función en la docencia; pero difícilmente, ayudan a cultivar el alma de cada persona. El gozo íntimo del aprendizaje es un cara a cara con el alumno y de éste con la realidad estudiada. Un afán de saber, de comprender un poco más de las diversas manifestaciones de lo real. Un querer saber continuo, mezcla de reflexión, lectura, experiencia, silencio, escucha, conversación.
“La vida intelectual -dice Hitz- es una forma de recuperar nuestro valor real cuando los juegos de poder y los descuidados juicios de la vida social nos lo niegan. Por eso es fuente de dignidad (…), un lugar de sana distancia para dejar de lado nuestras agendas y considerar las cosas como realmente son” (p. 79). De ahí que “los amantes del aprendizaje, de hecho, buscan la realidad, cada vez más y más realidad. Imbuidos de seriedad, buscan llegar al fondo de la vida, a la felicidad, al gozo de la verdad, o simplemente a la verdad, si no hay gozo en ella” (p. 218). Seriedad, por cierto, entendido, como una actitud de tomarse las cosas en su densidad propia, atentos a vislumbrar los destellos de verdad que alcanzamos a ver en cada criatura o situación. No es la seriedad del ceño fruncido, ni mucho menos de la acidez espiritual.
El libro de Zena Hitz es un llamado a cultivar la sabiduría, aquella que “se origina en las preguntas humanas que surgen en y detrás de la vida ordinaria. La erudición es emocionante por sí misma, pero no significa nada en un mundo donde no hay una reflexión de primer orden, un pensamiento ordinario sobre la naturaleza humana o la estructura y los orígenes del mundo. Los estudios superiores no tienen sentido si la literatura, la filosofía, las matemáticas o la naturaleza no tienen nada que ver en última instancia con el bien humano de la gente común o con los caminos de comprensión que uno podría seguir en la vida diaria” (p. 231).
Aprendizaje, vida interior y sabiduría para caminar gozosamente por la casa, las calles, las oficinas, sin prisas ni empujones. Una propuesta contracorriente que nos vuelve a recordar que el ser humano no sólo vive de rankings, dinero, estatus y poder.
Romano Guardini (1885-1868) es luminoso y sugerente en sus propuestas. Traigo a colación, ahora, su Fundamentación de la teoría de la formación (Pamplona, EUNSA, 2020), un breve ensayo escrito en 1928 y luego como monografía en 1953. Nada sobra. En cada párrafo se van mostrando muchos conceptos que desarrollan la idea de formación. Intenta desentrañar qué es lo específico de la ciencia pedagógica. No tiene pierde ni una sola línea: la atención ha de ser plena para no perderse de nada, todo importa. Ahí va una breve reseña de este sustancioso libro:
Empieza su ensayo, señalando las diversas esferas del saber, cada una en su particularidad: objeto, acto constituyente, valor definitorio y método (cfr. P. 52). Una especialidad conveniente, pero que tiene el riesgo de arribar a una autonomía desbordada. El fin parcial justo se aísla y abandona la integración con la totalidad. Es una pureza de las esferas científicas expuesta a la desconexión con la realidad. Con esta alerta previa, el ensayo propone estas preguntas: ¿cuál es la esencia de lo pedagógico?, ¿cuál es el impulso pedagógico?, ¿cuál es el valor pedagógico, la categoría propia de lo pedagógico? (cfr. p. 54).
Guardini, a lo largo del ensayo. no se detiene en la sola reflexión pura, intenta mostrar el hacerse de la vida: “Nuestra vida consiste en la forma de hacerse. Lo que constituye el ser de mi esencia no lo soy de antemano, sino que lo voy llegando a ser en el transcurso del tiempo” (p. 55)
El centro de su reflexión es el concepto de formación, presentado en una serie de contrastes y tensiones, muy al estilo metodológico de nuestro autor. Dirá: lo que llego a ser está ya en mí, en una doble tensión: 1ra. Tensión entre la propia posibilidad y llegar a ser la propia realidad a partir de sí. 2da. Tensión por la que deviniendo quiero llegar a ser yo mismo. Dirigirme al objeto, más allá de mí mismo (cfr. p. 56) se convierte en contenido de mi vida. Este tema se verá más claro en la medida en que avancemos en la exposición.
En la formación hemos de contar con la libertad, pues el hacerse humano está en sus manos (p. 58). Para Guardini, la libertad es un hecho, un contenido de experiencia inmediato, es decir, no considera que deba problematizarse su posibilidad. La entiende como autopertenencia, mostrada en un doble movimiento: Autopertenencia de la elección. y autopertenencia de la expresión de la esencia. Expresar en acto y configuración de mi ser esencial más íntimo (cfr. p. 58). Así es como se desarrolla el hacerse a sí mismo.
Es tal el impacto de la libertad en la experiencia humana que su vivencia quebranta la conexión automática instintiva (p. 59). Asimismo, la libertad presupone el espíritu que descubre la libertad en la captación de la inalterabilidad, de aquello que se le presenta al sujeto como lo dado inevitable, aquello que no puede no ser.
Guardini insiste en el hacerse del ser humano: no está hecho, ni terminado en su vida narrativa, anida en su interior un incansable impulso formativo, lo que no impide que la persona sea un espíritu que se posee a sí mismo, en su unicidad (p. 61).
Asume, asimismo, el sentido trascendente de la vida: “Es una comedia grotesca suponer que Dios existe y a la vez actuar pedagógicamente como si no existiera (p. 63). (…) Hay una formación; pero no la formación autosuficiente del humanismo, o del hombre naturalmente noble del clasicismo, o del hombre futuro de la nueva pedagogía”,
Líneas arriba, Guardini llamaba la atención de la fragmentación a la que se podría arribar cuando se enfatiza la autonomía de las disciplinas. La pedagogía, por eso, para salvar la integridad del ser humano debe estar permeada por las esferas del ente (p. 64) y resolver el asunto de la formación integral por elevación, evitando quedarse en las perspectivas reductivas de la misma, como las señaladas a continuación: 1ro) La formación como un saber con profundidad más allá de la especialidad, con buen gusto (p. 66). En lo que afirma es conveniente, pero se queda solo en la teoría, no llega a valorar el tener y el hacer humano. 2do) La formación como plasmación del hacer, del querer, de la actitud interior. Un acierto en tanto que realza un poseer, un querer ético y una bondad de corazón fuerte (p. 66). No obstante, inhibe la plenitud humana y cultural. 3ro) La formación entendida como desarrollar el ser humano sano, fuerte y pletórico de sus capacidades naturales. La biología y la estética ocupan un primer plano para dar como resultado un ejemplar noble de la especie humana según los esquemas de Calicles, el Renacimiento o el superhombre de Nietzsche. El excesivo biologicismo de este planteamiento oscurece la altitud y profundidad de la esencia humana (p. 67).
Luego, Guardini esboza lo propio de la formación, desde el concepto de forma: “Lo decisivo no es la verdad del conocimiento, ni la bondad ética, ni lo según la especie y la capacidad estético-biológica, etc. Lo decisivo es que el hombre se desarrolle según una forma; que en toda su esencia manifieste una forma, y una forma que es la correcta, o sea, la que le corresponda (p. 68). Habría, entonces, una esencia de lo humano encarnado, a la que se debería aspirar.
Desde esta perspectiva ensaya una definición de la ciencia pedagógica: “La reflexión sobre cuál es la forma del hombre en general, del hombre de hoy, de este grupo y, finalmente, de este individuo que ha de realizar en sí aquella forma; cómo se lleva a cabo su realización; cuáles son sus fenómenos peculiares; qué la fomenta y qué la obstaculiza; qué técnicas favorecen el proceso: en suma, la investigación metódica de todo ello constituye precisamente la pedagogía como ciencia (p, 73)”.
Dado que lo importante es el hacerse del ser humano, Guardini es consciente que el concepto forma puede cosificarse, estancarse (p. 74). Para salir de este entrampamiento, propone mirar la forma en una doble dimensión: forma como tipo y forma como plenitud, ésta ultima entendida como la posibilidad de recibir forma, lo que está “en espera”, la fecundidad (p. 74). Esta distinción permite “fundar un modo universal de cómo se hace y existe el ente, de cómo acontece el acontecer, a saber: como acuñación de la plenitud mediante la forma, como expresión de la forma en la plenitud (p. 75).
El concepto de forma no reduce al ser humano al anonimato o a la producción en serie. La formación no lleva a configurar al hombre “en un sentido tipificado, sino este, este y este. Este hombre es así como es, hecho de sí mismo, expresándose a sí mismo. Él tiene una energía para ser origen, para ser comienzo; una capacidad de construirse a sí mismo, viviendo desde fuentes propias; capacidad de obra y crear desde la fuerza que surge de sí mismo. Tal concepto se cumple en el de la persona que es considerada de modo totalmente dinámico: la persona consiste en el logro moral de esta existencia. O sea, consiste en que ese ser mío lo reconozca y lo asuma responsablemente. La asunción de sí mismo: eso es la persona” (p. 75).
Un ser humano, además situado, en su tiempo y entorno, allí, señala Guardini, “me encuentro con otras personas que, por su parte, se construyen por sí mismas y tienen iniciativa; me encuentro con cosas que existen concretamente, siendo como son (p. 76)”. A esta situación hemos de responder creativa y libremente: “En torno a mí se agrupa una estructura de realidades que me atañe: la situación. (…) Como soy persona, la situación se dirige a mí como una exigencia de satisfacerla éticamente, de asumirme en ella de modo responsable, de decidir, de obrar (…) tengo que descubrirla, recibir lo que ofrece, darle cumplimiento y superarla” (p. 76).
Salta a la vista, asimismo, el optimismo antropológico de Guardini. La vida no es un jardín idílico, tampoco un infierno insufrible y, aunque la existencia sea absolutamente incompleta, sin término en ningún punto; hay que afrontarla con entusiasmo, vivirla como lo más excelente, como libertad; como espacio para el recomienzo, el atrevimiento, la pura iniciativa. Dificultad y libertad a la vez (cfr. p. 77).
Finalmente, la educación ha de mantener una correcta relación con los objetos: ideas, valores, cosas, procesos, relaciones (cfr. p. 82). Al objeto se le acoge en su propia consistencia, en su peculiar iniciativa y teleología, no por mí ni para mí, sino en sí y para sí (cfr. p. 82). No basta con la acogida, el paso siguiente es servir al objeto dirigiéndose hacia él (cfr. p. 83). La pedagogía del objeto se completa con una pedagogía del servicio la cual “nace de la convicción de que es bueno en sí que las cosas sean, que los valores se realicen, que las obras se creen y persistan. Es bueno que lo creado por el hombre dure, se mantenga y se continúe” (p. 83). Ponerse al servicio del objeto libera del egoísmo. El ser humano se desprende de sí, “se abre, se vuelve clarividente para aquello que es. Tiene la posibilidad de superar su determinación estructural. Aprende a moverse en el mundo de los objetos: la libertad en las cosas (p. 85).
Forma y encuentro, objeto y servicio, he ahí las claves de la propuesta de Guardini para una teoría de la fundamentación de la formación. Claves a las que hay que agregar el ingente caudal de conceptos utilizados por el autor, muchos de ellos, apenas esbozados a mano alzada. Una propuesta para seguir pensando el oficio docente que muchos ejercemos.
Reflexión, disciplina, focalización, recogimiento son los conceptos que Max Jacob (1876-1944) desarrolla en su libro “Consejos a un estudiante” (Rialp, 1976). De Jacob he dado algunos datos en otra entrada de este blog a propósito de su “Consejos a un joven poeta). Se trata, esta vez, de unas recomendaciones nacidas de la reflexión y la experiencia del autor, a un joven interlocutor en edad universitaria. Consejos, igualmente, útiles para los que seguimos siendo estudiantes porque el estudio no termina, continúa a lo largo de la vida para aprender a ser más humanos.
“La espontaneidad es una cualidad noble, bella y encantadora -anota Jacob-, pero cuanto más prefiero una conciencia plena y una lenta reflexión”. Ser consciente de lo que se hace, ponerle corazón a la tarea, nada de medias tintas, huir de los automatismos; es decir, concentración y seriedad. Y para estar en lo que se hace, conviene tener una voluntad fuerte, entrenada para permanecer en la tarea, aunque sea una actividad difícil. Se entiende, por eso, que la sola espontaneidad no sea suficiente para sostener el esfuerzo de las horas de estudio un día y otro.
Saber lo que se hace es solo el principio, viene, luego, una lenta reflexión; algo así, como cocinar, intelectualmente, a fuego lento o a baño María la materia de estudio. Una conjunción de memoria y raciocinio. La memoria que almacena, ordenadamente, conceptos y experiencias; y el raciocinio para comprender los principios, causas, sentido de la realidad, representada en los textos, apuntes de clases que se estudian. Nada menos provechoso que abalanzarse, golosa y precipitadamente, sobre una materia, por el atajo del empacho. Este memorismo cortoplacista tiene poca utilidad, se esfumará como pompa de jabón, al menor tropiezo. Sólo la lenta reflexión consigue poner en sazón la materia estudiada.
Continúa diciendo Jacob que “el mayor mal del alma es la pereza. No hablo de la pereza de las manos, sino la del corazón dormido, la del espíritu sin ningún fin. Que su espíritu esté ocupado, ya sea por la solución de este o aquel problema, ya ejercitando la memoria en el estudio, ya por la observación… La apatía espiritual es una enfermedad, una calamidad”. “Enfermo que come, no muere”, decimos en términos coloquiales. La falta de apetito en las comidas es signo de enfermedad. Del mismo modo, el alma que no anhela, ni desea está enferma, apagándose su tendencia a vivir fructuosamente. Los síntomas de esta dolencia espiritual son patentes: no hay planes ni metas, faltan intereses; el afán de logro y la vocación de servicio brillan por su ausencia. No esperemos llegar a este estado inanición. Al primer síntoma, retomemos la ruta ascendente de la cultura del alma.
Problemas, sí; amargura, no. “¡Nada de amargura! Rara cualidad la de seguir siendo un niño, un niño prudente, inteligente, profundo, sensible. ¿Por qué estar amargado? Dios está con usted. ¡Recójase!, recójase algunas veces, recójase a menudo. Viva con recogimiento”. Dificultades, injusticias, carencias las encontramos como piedras del camino. Es necesaria una pedagogía del esfuerzo para lidiar con estos males, sin desfallecer en el intento. Temple recio para afrontar los obstáculos y confianza de niño asido a las manos de su padre Dios. Junto al buen ánimo, está, igualmente, el recogimiento, una actitud del alma que evita la dispersión, la precipitación y la disolución de la persona en las aguas revueltas del entorno.
Consejos para ser un buen estudiante y, sobre todo, para continuar en el empeño de llegar a ser cada vez mejor persona.
La amistad con Pablo Ferreiro viene de bastante lejos: año 1978 cuando estudiaba Derecho en la PUCP. Conversación de maestro y un estudiante en busca de orientación. Tengo grabado el primer consejo: no te des tantas vueltas, mira hacia afuera, encuentra tu misión. En eso ando todavía. Desde entonces, los encuentros con Pablo fueron recurrentes en diversas etapas de mi biografía personal y profesional.
He disfrutado de muchas conversaciones amistosas con Pablo. Literalmente, hemos hablado de lo humano y de lo divino. Ha sido para mi -y sigue siéndolo- un gran maestro y amigo. Más aún, he copiado muchas cosas suyas en mi estilo de docencia universitaria. Cuando empecé mis primeros pininos como profesor de la Udep en Piura en 1982, me quedó claro que la forma de enseñar en el aula sería la de Pablo. Para entonces ya había visto a varios profesores en acción. Su estilo distendido, amable, participativo me resultó afín. Incluso me he quedado con varios de sus movimientos en el aula.
Las conversaciones amistosas, para Pablo, forman parte del modo de ser de las personas. Para un coach son también un oficio, desde luego, pero encuentran su fuente primigenia en lo más hondo de la personalidad. En este aspecto, diría que el coaching le nace a Pablo, no es un accesorio. Saber conversar y mantener conversaciones sabrosas es un arte y don que no todos poseen. Para Pablo, el coaching no se reduce a una técnica, no es sólo un modus operandi, es principalmente un modus essendi. Un modo de ser que manifiesta la hondura espiritual desde la que uno intenta acercarse, con temor y temblor, ante otro ser humano, en este caso el coachee.
El libro de Pablo Coaching. Finalidad y responsabilidad (Lima, 2021) es la formalización de sus muchos años de experiencia en el mentoring. A este respecto, me venía a la mente el título de un libro que me recomendó por los años 80, Pensar con las manos (EMESA, 1977) de un intelectual francés Dennis de Rougemont. Esto de pensar y hacerlo con las manos no me parecía nada compatible, ni razonable. Al leer libro caí en la cuenta de lo que el autor quería señalar y de lo que Pablo rescataba del texto, se trataba de recuperar la unidad de cuerpo y alma. El cuerpo no es estuche o una cárcel que aprisione al espíritu. Somos unidad sustancial corpóreo espiritual. En buen cristiano, bien con las brillantes ideas y la nobleza del espíritu, pero se requieren, asimismo, ideas prácticas con vocación de ser realizadas. Y me parece que, efectivamente, en el caso de Pablo no es solo su formación de ingeniero lo que le lleva a precisar y delimitar los campos del coaching, es más bien el convencimiento vital de que en los sistemas operativos se juega la verdad de las nobles intenciones de los jefes de una organización. Pablo es de los que piensa con las manos y llena de ejemplos prácticos sus dichos en las conversaciones amistosas.
El coaching en serio requiere de una buena antropología no en vano el autor incluye un generoso resumen de nociones de antropología y caracterología de la profesora Genara Castillo. El simple dominio de técnicas de entrevista y un buen puñado de tips no bastan para darle autenticidad a las sesiones de coaching. Conviene tener experiencia de vida, además de experiencia en el puesto o función organizacional. Por eso, Carlos Llano, otro gran maestro de gobierno de personas en el IPADE de México, solía decir -glosando a Aristóteles- que “la felicidad es la expansión del alma. Si esto es así, es necesario que el ser humano conozca, de alguna manera lo que se refiera al alma”. Es decir, en la tarea del coaching conviene detenerse en una reflexión profunda de las diversas dimensiones del ser humano: inteligencia, voluntad, afectividad; corporalidad, espiritualidad. Conocer algo del alma es importante para acertar en el buen oficio y en la vida buena, pues importa no solo correr muy bien, sino también estar en la ruta y dirección correcta.
Pablo menciona en su libro que el coachee ha de aceptar libremente a su coach y pienso que no podría ser de otra manera si, como insiste nuestro autor, el coaching es una conversación amigable. Y, ciertamente, la amistad es una de las relaciones interpersonales en donde la elección es vital: los amigos se eligen, se aceptan, pero no se imponen. Este aspecto del coaching es complejo, pues si el jefe es el llamado a ejercer de coach, no se le escapa a Pablo que han de ser jefes bien elegidos. Se es jefe, pero no necesariamente, se tienen las competencias adecuadas para realizar las actividades del coach. Al respecto, a lo que Pablo señala como las condiciones convenientes para ser un buen coach, hago las siguientes precisiones.
El coach ha de tener algo de encanto personal. Dado por sentado que se requiere conocimiento, experiencia y buenas intenciones, también es importante el encanto personal, entendido como un talante acogedor, simpatía, cordialidad y hasta sentido del humor. Estas y semejantes virtudes y actitudes no son cualidades que todos tengan de buenas a primeras. Cuando falta esta simpatía y encanto, la conversación deja de ser amigable, no fluye y hasta puede causar fricciones entre coach y coachee. Sobre el particular, Gabriel Marcel, filósofo francés, cuenta lo siguiente. Una noche fue de visita a la casa de unos amigos. Terminada la reunión familiar, Marcel le comentó a su esposa que el hijo pequeño de sus amigos era muy despierto, pero le faltaba encanto. A lo que su esposa le dijo, debe ser porque el niño era demasiado exacto. No se puede ser tan exactos, ni ser un sabelotodo al riesgo de ser insoportablemente perfectos. El encanto tiene la frescura de la “rosa inesperada” como bien lo dice el poeta Martín Adán. Bienaventurados, pues, los que gozan de encanto de modo espontáneo, a los demás nos costará Dios y su ayuda tenerlo.
Un segundo elemento que agregaría como una condición del coach es lo que el filósofo del diálogo Martin Buber llama orientación al otro. Esta es una actitud de fondo. Se trata de una inclinación o tendencia de apertura hacia el bien del otro. Es apertura y mucha capacidad de escucha como lo señala Pablo en su libro. Es ponerse delante del prójimo en actitud de respeto, dispuestos a admirarnos de la biografía del coachee, la cual se va desvelando en sus luces y sombras y de cuyo aprendizaje el coach se enriquece, igualmente. La orientación al otro es una actitud extática, en salida. Es, incluso, una actitud de indefensión buscada, propia de la sencillez del alma. El coaching se mueve en el campo de las relaciones de confianza, no del mundo de la certeza, parafraseando al profesor Alejandro Llano.
De otro lado, el coaching no es un acto es un proceso. No es ni La historia interminable de Michael Ende, ni tampoco una pompa de jabón de efímera vida. Para todo este proceso, Pablo dedica un capítulo largo para señalar una hoja de ruta que puede ayudar a precisar los temas sobre los que versa el coaching. El modelo que toma es el Octógono o modelo antropológico de las organizaciones del profesor Juan Antonio Pérez López, materia a la que Pablo le ha dedicado muchísimos años de docencia e investigación en el PAD. En el primer nivel se aclaran los datos cuantitativos del colaborador y la organización, en el segundo nivel aparecen los datos cualitativos del saber distintivo de la organización, los estilos y su estructura real. En el tercer nivel, finalmente, comparecen los elementos de la misión interna, externa y valores de la empresa.
Termina Pablo su libro con un capítulo dedicado a la integridad ética, last but no least, lo último, pero no por eso lo menos importante. Las competencias éticas dotan de consistencia a la persona, a la organización y a la sociedad. Modos de hacer -competencias operativas- y modos de ser -competencias valorativas- componen el patrimonio integral de la persona. Es aspirar a la coherencia de vida, en donde pensamiento y acción se den la mano. Ser auténticos, ser verdaderos de tal manera que las obras hablen de las buenas intenciones del agente.
Enseñar a pensar, enseñar a querer, enseñar a sentir; pero, sobre todo, abrir los cauces para aprender a ser mejores, con la originalidad y del modo irrepetible que cada uno es capaz de acometer. Gana la persona, gana la familia, gana la organización, gana la sociedad; pues queremos una sociedad que funcione bien y sea, asimismo, una sociedad buena.
Hay que agradecer la publicación de este libro, sabiendo que “el coach -dice Pablo- enseña sobre todo con el ejemplo, y que por lo tanto él también debe aprender a superar pequeños impases como algo normal, sabiendo absorberlos con un estado de ánimo permanente tan alejado de la euforia como del pesimismo”.