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Dice el filósofo Etienne Gilson que “la honradez intelectual es un respeto escrupuloso de la verdad”. Es decir, un atenerse a un cumplimiento riguroso, exigente, de la letra pequeña y grande de la verdad. Adherirse a ella, nos ahorrará “la pesadumbre de ceder ante cualquiera otra persona o cosa”. Añoramos la verdad, no sólo en el trabajo académico; la queremos en la familia, las relaciones interpersonales, los negocios, la política, el gobierno, el periodismo, los líderes de opinión… Estos tiempos convulsos no son, precisamente, un buen escenario para la verdad. Sacar el trigo de la cizaña resulta muy difícil para el común de los mortales (me incluyo).

La pasión desbordada, la presión del momento, los intereses particulares, las fobias y filias, los genios y demonios, la velocidad de vértigo a la que a veces vamos, tienden a desfigurar la verdad de los hechos y la consistencia de las opiniones. La verdad ha de transitar entre dos males que la asedian rabiosamente: la falsedad y la injuria. Difícil equilibrio, todos los sabemos: qué fácil es resbalar en cualquiera de los “suyos” en los que se ubique el actor.

                La política es el campo de lo opinable. Sobre un mismo asunto caben muchas opiniones, unas más acertadas que otras; bastantes con puntos en común. En el espacio público se debaten: allí entran los expertos, el ciudadano de a pie, los gurús, las encuestadoras, los iluminados, etc. Mantener la cordura para no perder los papeles, gozar de la lucidez para acertar con la frase adecuada, tener la humildad para reconocer los errores, pedir perdón cuando se produce la injuria, son todas ellas unas capacidades que difícilmente concurren en el momento preciso. En estas circunstancias, se puede faltar a la verdad por precipitación, ligereza, fragilidad o malicia.

                Salir de este huracán de pasiones requiere de mucha entereza personal y profesional. Se está en mejores condiciones de decir la verdad cuando se tiene este hábito desde la cuna, es decir, cuando se tiene virtud de la veracidad. En este campo aquello “de decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad” cobra su cabal expresión. No vale mentir, tampoco está bien decir medias verdades y, a las preguntas, se les da la cara sin salirse por la tangente. Todo esto es verdad de Perogrullo, lo sé; sin embargo, recordarlo ayuda a no perder de vista que violentar la verdad es, asimismo, violentar la dignidad de las personas. La verdad, mientras más indefensa y transparente, tanto más luminosa. La verdad no sabe de colmillos ni de intenciones torcidas.

                La honradez intelectual es “rectitud de ánimo e integridad en el obrar”, a fin de decir y obrar según la verdad. Rectitud de ánimo significa transparencia de corazón para no torcer la verdad del hecho u opinión. Una pregunta puede ayudar a purificar la fuente: ¿qué quiero, decir la verdad o embarrar y tirar por los suelos al contrincante? Cada cual responde de su corazón, lo honesto es declarar los amores y los odios. La integridad en el obrar o actuar, por su parte, es vivir lo que se predica como verdad: palabras y hechos van de la mano. Es un llamado a la coherencia, tarea ardua, trabajosa.

Por tanto, el respeto escrupuloso a la verdad, la honradez intelectual, no se posee por decreto, comunicados o propaganda. Tampoco habita allí donde abunda la injuria, la sorna o la mentira. Es atributo de las personas humildes, pues ellas son las que intentan caminar en la verdad. No se trata de pretender que seamos impecables y perfectos, sino que se vea claro que tendemos a buscar constantemente en la verdad un asidero válido para una convivencia amable.

Francisco Bobadilla Rodríguez

Lima, 26 de marzo de 2021.