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“¿Puede enseñarme alguien a rezar?” pregunta Flannery O´Connor (1925-1964) en su “Diario de oración” (Madrid, 2018) publicado, recientemente, en español. Es un pequeño texto que recoge los apuntes de la joven escritora entre los 21 y 22 años. Son sus conversaciones con Dios, sus luchas, sus ilusiones, sus logros y desilusiones en su afán de ser una buena católica, cultivando su vida interior y esforzándose por ser una gran escritora, cuya pluma quiere poner al servicio de la Fe. Así lo dice: “Quiero ser la mejor artista, en Dios, que pueda llegar a ser (…) Querido Dios, ayúdame a ser una buena artista, por favor, haz que mi arte lleve a Ti”.
Sus ruegos son enternecedores, tienen la lozanía y sinceridad de la juventud en flor. Escribe: “Tengo miedo de las manos insidiosas, oh Señor, que manoseen la oscuridad de mi alma. Por favor, sé mi guardián contra ellas”. Y ciertamente, al poco que uno se ponga delante de Dios a rezar, descubre pronto la oscuridad que anida en el corazón, grande cuando ama, y tan pequeño cuando de él brotan los malos deseos, la soberbia, la envidia, la ira… Manos insidiosas, ambiente permisivo, están alrededor nuestro, rugiendo como león encadenado, dispuesto a dar su zarpazo en el alma.
O´Connor continúa su oración y anota: “Dame la gracia, querido Dios, de adorarte porque ni siquiera puedo hacer esto sola. Dame la gracia de adorarte con el entusiasmo que tenían los sacerdotes antiguos cuando te sacrificaban un cordero”. Y es en la Sagrada Eucaristía en donde podemos adorar por antonomasia al Dios que se hace presente con su cuerpo, sangre, alma y divinidad. Al igual que Flannery, ya nos gustaría tener el entusiasmo de los sacerdotes antiguos, la pureza humildad y devoción de la Virgen María, el espíritu y fervor de los santos.
Me resulta muy familiar esta exclamación de la joven escritora: “Tengo miedo al dolor y me figuro que eso es lo que tenemos que experimentar para obtener la gracia. Dame valor, oh Señor, para soportar el dolor que lleve a la gracia”. Llevo sobre mis hombros bastante años y una alforja en la que hay de todo, como en botica. El dolor hace su aparición sin ser llamado, en la propia carne, en la de los seres queridos, en todo el orbe. Le tengo miedo al dolor. Cuando llega, recuerdo con frecuencia lo que decía san Juan Pablo II: ¿el dolor? No preguntes por el por qué, piensa más en el para qué. Aún así, el dolor duele, no estoy al nivel del Cristo en el monte de los Olivos que dice: “Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lc. 22, 42). Me quedo con la primera parte, Señor, y sé que sin tu ayuda no sería capaz de dar el salto para amar tu voluntad con la entereza de tu Hijo.
Las dos novelas y muchos cuentos que escribió esta gran novelista norteamericana son expresión de su vida interior, capaz de percibir que “lo bueno en el hombre a veces se manifiesta a través de su interés material, pero, si sucede, no es a causa de ese interés. Quizá la idea debería ser que lo bueno puede mostrarse incluso a través de lo rastrero”. Sus narraciones son fuertes, no tienen el color rosa de la vida fácil, se asemejan más bien al rojo carmesí de la piel del Señor después de la flagelación.
La enfermedad del “lupus” acabó con su vida a la edad de 39 años. Sufrió mucho y, precisamente, en esos últimos años de su vida, salen las mejores narraciones de su pluma. Flannery anhelaba ser “una santa inteligente”. Se miraba como una “tonta presuntuosa”, e intuyó, desde muy joven, que esa cosa que la sostenía en su esfuerzo por ser una buena persona y una buena escritora, fue la “esperanza”. Ciertamente, la vida cristiana se nutre de fe, esperanza y caridad. Sabernos hijos pequeños de Dios, malcriados tantas veces, nos llena de esperanza en este empeño por ser cada día un poquito mejores.
Lima, 18 de abril de 2019.