Imre Kertész (1929-2016), escritor húngaro galardonado con el Premio Novel de Literatura 2002, ha concitado mi atención desde hace algunos años. En una entrada anterior anoté algunos comentarios a su obra https://tertuliaabierta.wordpress.com/2007/10/16/imre-kertesz-testigo-del-holocausto/#more-12. Gozo de la lectura de diarios y me puse a leer “La última posada” (Acantilado, 2016), el diario de los últimos años de Kertész. Un texto que hace de la vida una mala noche en una mala posada, pero en la antípoda del dicho de Santa Teresa de Jesús. Son los apuntes de una persona cansada, fatigada por los años y la enfermedad, en ronda constante a la muerte.
El tono desilusionado del libro es el sello de agua de la obra de Kertész. Anota que “toda relación humana es una ilusión. La familia: herencia, asuntos relativos a los bienes muebles e inmuebles. La amistad: palabras amables, impotencia, inacción. A veces, alguna alegría por el mal ajeno. El amor: en un instante se esfuma sin dejar huella” (p. 37). El mismo tono se mantiene casi al final del texto: “La decadencia intelectual se refleja en mi relación con los objetos, con la gente. Creo que no quiero a nadie. A mí tampoco me quieren” (p. 272). Son anotaciones que reflejan un estado de ánimo decaído, la foto de ese instante de dolor o pesadumbre; pero la película completa es más matizada, pues hay también gozos en buenos momentos con su esposa Magda, sus amigos, las audiciones musicales que lo acompañan, viajes, paseos…
Muchas de las entradas del diario dan cuenta de la agenda del autor en días agotadores de homenajes, lecturas de sus libros, en los meses siguientes a la recepción del Premio Nobel. Su base de operaciones es Berlín, con algunas breves estadías en Budapest, su tierra natal en donde no se siente a gusto: “Peregrino de vivienda en vivienda, hoy tengo que viajar a Budapest, la ciudad de mis tormentos” (p. 231), en la que sufrió desencuentro tras desencuentro. No parece que haya conseguido -por sus anotaciones- reconciliarse con su patria: “Mi existencia se torna cada vez más extraña, me he desprendido casi por completo del país en cuya lengua escribo; aquí en Berlín me celebran, organizan cenas para homenajearme…” (p. 259). Él mismo consideraba que no necesitada una casa, que lo suyo era estar sin destino cierto.
Es un diario escrito a trompicones, entre la ilusión y el desaliento. Escribe: “no me cabe la menor duda, sin embargo, de que “La última posada”, a la que quién sabe cuánto tiempo he dedicado (años, muchos años), no es un buen proyecto. Por un lado, vuelve a tener forma de diario, forma que me aburre y está agotada, y, por otro lado, su estado de ánimo es demasiado sombrío, lo cual, al fin y al cabo, no esta justificado” (p. 268). Lo que no impide que entre las anotaciones aparezcan, también, textos agudos como la interpretación que hace del personaje bíblico Lot, el solitario de Sodoma, el sin pecado; una figura que lo acechaba décadas en su interior y a la que dedica las últimas páginas del diario.
Certezas pocas, resignación estoica mucha y, también, una buena dosis de escepticismo del tipo “¿Está la verdad compuesta de frases mentirosas? ¿Es importante que la verdad se manifieste? ¿Por qué? ¿Qué es la verdad?” (p. 279). Un diario repleto de perplejidades como si se hubiese instalado una nube gris sobre la vida del autor haciendo sombría su última posada, todo al ras de la tierra, sin Cielo ni esperanza alguna. Un diario sombrío de principio a fin.
Francisco Bobadilla Rodríguez
Chaclacayo, 15 de julio de 2022.