Hay novelistas cuya prosa es una delicia leer; el lector se entretiene en el texto y en el mensaje estético e intelectual de la obra. Pero los hay también cuya vida es tan y aún más fascinante que sus escritos; vida y textos se entremezclan, en diálogo esclarecedor entre ficción y realidad. Este es el caso de Flannery O’Connor (1925-1964), escritora del sur de Estados Unidos, cuya creación literaria (cuentos, novelas y abundantes cartas) refleja, en parte, su riqueza espiritual en los apenas 39 años de su vida,  cegada tempranamente por la enfermedad del lupus que la consumió.

 En lengua castellana circulan entre nosotros la novela Sangre sabia y los cuentos El negro artificial (Madrid, 2000). Pero es, quizás, en sus cartas, The habit of being (New York, 1998) en donde se manifiesta la finura espiritual de la autora. Una buena selección de sus cartas, ensayos y fragmentos de algunos de se ha editado bajo el bajo el título de Spiritual Writings (New York, Orbis books, 2003). La selección se ha hecho teniendo en cuenta los escritos que revelen el sentido cristiano de la vida. Están allí las convicciones más profundas de la autora, sus amigos, sus lecturas, sus motivos y razones.

 Era una intelectual para quien vida y obra van de la mano. No le gustaba ser etiquetada como una “novelista católica”, pero sí profesaba un realismo cristiano atento a percibir el alma de las cosas y personas. Así lo resalta Richard Giannone: “ella era consciente del hecho de que mucha gente en nuestros tiempos –por lo menos, muchos de los que leían sus historias- no compartía sus creencias. Su audiencia era aquella clase de personas que piensan que Dios ha muerto. Esta tensión marcó su vocación como escritora: ¿cómo mostrar la realidad del pecado y de la Gracia a una audiencia inclinada a considerar estas palabras como fantasías?”

Por eso es que, quizás, sus narraciones recrean personajes sumergidos en la marginalidad social y existencial: “Cuando miro las historia que he escrito –dice la autora- encuentro que son, en su mayoría,  acerca de gente pobre, afligidos en el alma y en el cuerpo, con escaso sentido espiritual de la vida y cuyas acciones, aparentemente, no dan garantía de alegría vital”. No son, ni por asomo, historias rosas para quinceañeras soñadoras; son más bien narraciones inquietantes, de ritmo dramático y hasta turbador.

 O’Connor escribe en una de sus cartas: “No puedo permitir que ninguno de mis personajes, en cualquiera de las novelas, se quede en una postura vital de media tinta. Esta convicción me viene de una educación católica y de un sentido cristiano de la historia: cada cosa  va hacia su verdadero fin o se aleja de él; cada cosa, finalmente, se salva o se pierde… La religión del Sur es una religión a la medida, algo que como católica encuentro penoso y cómico”.  Efectivamente, sus personajes llegan al límite de su resistencia y muchas de las narraciones explotan en violencia, pero se trata de una violencia de la cual aflora la esperanza y la Gracia. Algo así como la cachetada que se da al amigo ante un ataque de histeria, con la intención de que recupere la cordura perdida. Dice la autora al respecto: “en mis historias encuentro que la violencia es extrañamente capaz de hacer regresar a los personajes a la realidad y prepararlos para aceptar su momento de Gracia. Sus mentes están tan duras que no hay ninguna otra cosa que funcione. Regresar a la realidad tiene un costo”.

 Si los personajes de O’Connor son grotescos, la autora es sencillamente fascinante. Sus ensayos y cartas hablan de una mujer culta e inteligente. Sensible a los vaivenes de la existencia humana. Infatigable lectora de lo humano y lo divino, desfilan por sus manos las obras de Etienne Gilson, Jacques Maritain, Pierre Teilhard de Chardin, Romano Guardini, Cardenal Henry Newman, Simone Weil, Gabriel Marcel, Leon Bloy, George Bernanos, etc. Lecturas que hablan de su amplia cultura humanista y de su preocupación por los grandes temas de la condición humana.

En 1951, cuando visitaba a su madre por navidad, le viene el primer ataque de la enfermedad (el lupus) que será su compañera en adelante. Hasta el momento de su muerte, no dejará ya más la finca familiar. Como lo hace notar Manuel Broncano “el regreso definitivo al Sur no estaba en sus planes”, pero O’Connor era de las que sabía -al igual que Santa Edith Stein-, que lo que no está en los planes personales sí está en los planes de Dios, de allí que  esta enfermedad mortal no apagara en ella la alegría de vivir. No hay la más mínima sombra de queja o apocamiento, antes bien, se incrementa su disponibilidad hacia los demás y se dibuja nítidamente su perfil de escritora.  La enfermedad avanza a la par que crece en ella una honda vida interior, adornada por la sencillez, sentido del humor, desprendimiento  y  claridad de pensamiento. Solía decir: “la enfermedad es en cierto sentido un lugar, más instructivo que un largo viaje por Europa, y es siempre un sitio donde no hay compañía, donde nadie te puede seguir. La enfermedad antes de la muerte es una cosa muy apropiada y pienso que aquéllos que no la han tenido han perdido una de las misericordias de Dios”.

Una vida corta, pero fecunda, admirable. Un ejemplo real de vida lograda, con alegrías profundas y dolor transfigurado por el amor. Una vida que me ha traído a la mente aquella tetralogía de la felicidad de la que hablaba el psiquiatra español Enrique Rojas: encontrarse a sí mismo, vivir de amor, trabajar con sentido y poseer cultura como apoyo. No es, desde luego, la receta infalible de la felicidad, pero se acerca bastante  como lo muestra la vida de O’Connor.